domingo, 12 de septiembre de 2010

La política del teatro independiente

Por Federico Polleri

En este trabajo voy a intentar justificar la necesidad de repensar una política para el teatro independiente. Para ello empezaré tratando de situarlo en su contexto histórico, en los debates de la época de su surgimiento y en el marco del momento cultural que lo recibe, el modernismo. Luego de esta introducción veremos que en sus orígenes el teatro independiente tenía una política definida que terminó perdiendo, de igual modo que muchas de las vanguardias formalistas de la época frente a las cuales buscó posicionarse como alternativa superadora.

Para terminar, trataré de proponer interrogantes que nos ayuden, pensándolo en su historicidad, a plantear que es necesario recuperar hoy rasgos de su sentido original, bajo nuevas formas -por lo tanto con renovados horizontes- y debatiendo con las fuerzas actuales que buscan limitar uno de sus aspectos fundacionales: el de concebirse como expresión artística de impugnación del modo social específico en el que vive, se desarrolla y del cual se nutre. Sólo busco problematizar cierto vacío que hoy encontramos en gran parte de la actividad teatral independiente. El vacío como problema pero, sobre todo, el vacío como desafío.

El contexto: modernidad y modernismo

Por ser conceptos complejos y contradictorios según se los ha utilizado tendríamos que empezar poniéndonos de acuerdo sobre de qué hablamos cuando hablamos de modernidad y modernismo.

Se le han atribuido a la modernidad muchas propiedades a lo largo de los años, sobre todo como modo de diferenciar los elementos más “actuales” del presente, de aquellos que establecen una continuidad con el pasado. En su forma más general se la podría entender como “estructura de la conciencia histórica del tiempo”. Como concepto sociológico se la asocia principalmente con la industrialización y la ciudad. En su dimensión histórica se vincula estrechamente al estudio sociológico de sus formas culturales. La idea de “modernidad” plantea la novedad del presente como corte o ruptura con el pasado, abriéndose a su vez al advenimiento de un futuro que en su época se vislumbraba incierto, tanto como inevitable.

Si bien “Moderno”, como concepto, tuvo muchos usos antes de llegar a su significado actual , vamos a tomarlo a partir de una de sus características: la que resalta su valoración exclusiva del presente histórico por sobre el pasado -del que se considera negación y trascendencia- además de ser planteado como el punto de vista desde el cual se periodiza y comprende la historia como totalidad. De todos sus usos, es recién en el siglo XIX cuando comenzó a cobrar el matiz favorable y progresista que le conocemos.

En cuanto concepto para definir un movimiento o momento cultural, “modernismo” empieza a utilizarse en los años cincuenta, y -con un uso retrospectivo- la versión finalmente dominante de “moderno” en el orden cultural podríamos decir que lo termina situando entre 1890 y 1940 .

Para entender este contexto es imprescindible tener en cuenta que el fin del siglo XIX fue ocasión de los mayores cambios jamás vistos en los medios de producción cultural. En general, durante el período Modernista se vivieron impresionantes avances en la fotografía, el cine, la radio, la televisión, la reproducción y grabación.

En respuesta a estos cambios, surgen los que en primera instancia se constituyeron como agrupamientos culturales defensivos, que rápidamente pasaron a autopromoverse de forma competitiva. La década de 1890 fue el primer momento de los movimientos, el momento en el cual el “Manifiesto” se convirtió en insignia de escuelas autoconscientes y autopublicitadas. Futuristas, imaginistas, surrealistas, cubistas, formalistas y constructivistas anunciaron de diversas maneras su llegada con una apasionada y despreciativa visión de lo nuevo. Pero sería un error ver igualmente al modernismo como algo monolítico y uniforme. Si algo compartían los artistas modernos (aunque -cabe aclarar- sólo en sus orígenes) era una profunda impugnación hacia la sociedad burguesa. Sus divisiones respondían, entonces, a qué proponían como superación de la misma.

Sobre esto dice Raymond Williams: “Así definido, el Modernismo se divide política y simplemente, y no sólo entre movimientos específicos, sino dentro de ellos. Al seguir siendo antiburgueses, sus representantes, bien escogen la valoración antiguamente aristocrática del arte como reino sagrado por encima del dinero y el comercio, bien las doctrinas revolucionarias... Mayakovsky, Piccaso, Silone, Brecht son algunos ejemplos de quienes encaminaron a un apoyo directo al comunismo, y D' Annunzio, Marinetti, Wyndhan Lewis, Erza Pound, de aquellos que eligieron el fascismo...”. Cualquier coincidencia con nuestra Florida y Boedo no es pura coincidencia .

Nace el teatro independiente

Siempre en nuestro país existió el teatro. Incluso desde mucho antes de que la Argentina se constituyera como estado independiente, el teatro jugaba un papel de gran relevancia en la vida social del virreinato del Río de la Plata.

El europeísta teatro colonial dejó lugar al americano teatro emancipado, emergente de las entrañas de la Revolución de Mayo, con sus primeros dramaturgos criollos. Este a su tiempo dio lugar a un nuevo teatro ahora si nacional, con la dramaturgia acorde a las necesidad del “orden y progreso” y, sobre todo, de la promoción de una necesaria “argentinidad” en construcción. Para la década de 1920 ya la argentina estaba bastante consolidada como un país burgués, y la clase dominante sólo pensaba en cómo seguir reproduciendo su capital y sus relaciones de vida para terminar de abarcarlo todo. Es en esa década, al calor de la aparición de las vanguardias y de las polémicas surgidas en torno a estas (particularmente las protagonizadas por los grupos de Florida y Boedo) cuando Leonidas Barletta funda el Teatro del Pueblo, en noviembre de 1930, dando nacimiento al llamado “teatro independiente”. Este hecho es necesario interpretarlo en su justo contexto, porque es éste el que nos permite interpretar su surgimiento como una necesidad histórica.

¿Qué pasó entre la época del nacimiento de la Argentina y 1930 para hacer históricamente necesario al teatro independiente? Mucho, sin duda. Pero lo más significativo, lo que había modificado la vida social de esa época no sólo en la argentina sino, desde ya un tiempo antes, en todo el mundo, era la aparición de una nueva clase social, una con la capacidad de convertir todo lo que tocaba en algo funcional a si misma y a su misión histórica de construir un mundo a su imagen y semejanza: esa clase social fue la burguesía.

La burguesía no convertía en oro todo lo que tocaba (cómo hubiese sido su sueño) pero aprendió a conformarse con convertirlo en mercancía. Y no le fue mal. El teatro no pudo estar ajeno a esta realidad, y también terminó en la vitrina de mercancías de esa nueva argentina. Fue esto lo que agitó las aguas porque -cómo es sabido- no hay dominación cultural sin resistencia. Aparecieron allí los artistas modernos a decir estruendosamente que impugnaban la propuesta de vida burguesa y que para resistirla utilizarían las armas que tenían a su alcance, las que mejor manejaban: el arte y las letras. Nació así una avanzada en una especie de guerra cultural: la vanguardia.

Cuando se pensaba que con esto la burguesía se encontraría en serios problemas (por lo menos en esa “guerra cultural”) ella se las ingenió para “tocar” también a buena parte de estas vanguardias, logrando esterilizarlas. Es así que el arte moderno es asimilado por la hegemonía cultural burguesa (que globalmente lo termina canonizando en la posguerra) y poco a poco va convirtiéndose (no todo claro, pero si en muchos casos) en lo que más combatía: una mercancía más, abandonando su posición antiburguesa.

Como decíamos, el teatro no era una novedad para la década del 30, pero si lo fue la aparición de este movimiento de teatro independiente que salió con fuerte impulso a diferenciarse del teatro de su época, un teatro profundamente mercantilizado por la burguesía y su comercio. “En buenos Aires existe una cultura media que hace posible la subsistencia de un teatro que esté por sobre la angurria del empresario, la vanidad de la actriz, la ignorancia del actor, y la chatura del público burgués”, dirá en 1927 Alvaro Yunque.

Este surgimiento se da en un contexto político muy particular y en el que era difícil mantenerse al margen. En 1928 Hipólito Yrigoyen llega por segunda vez a la presidencia del país. Su caída en el año 1930 inaugura la llamada “década infame”, y tiene lugar en medio de la crisis capitalista mundial provocada por el crack de la bolsa de Wall Street. Estos movimientos en el plano del poder y las estructuras de dominación política, económica y cultural, eran el resultado de las disputas dentro de la propia burguesía argentina (rural, industrial y comercial), quienes pujaban por definir el futuro del país en una época de profundos cambios en el panorama nacional e internacional. El derrocamiento de Yrigoyen, por acción del primer golpe de Estado militar que conoció nuestro país (que inaugura el ciclo de golpes que sufriremos en las décadas posteriores), fue celebrado con alegría -casi general- por la sociedad argentina. Cuando la gente se dio cuenta del equivoco (sobre todo obreros, estudiantes e intelectuales) ya era tarde. Dice Gustavo Levene: “Terminó el desorden de Yrigoyen y comenzó el orden de Uriburu: Ley marcial, estado de sitio, prohibición de huelgas obreras e intervención militar en los sindicatos, deportación de dirigentes proletarios, prohibición de huelgas estudiantiles y exclusión de profesores y alumnos universitarios disconformes”.

En lo que al teatro respecta, hacía tiempo que sus estructuras comerciales vivían en crisis. La revista especializada “Anuario Teatral”, correspondiente a la temporada 1927-1928, señalaba: “No es posible ya hacerse ilusiones. El teatro nacional salvo contadas excepciones, hoy por hoy es un enorme comercio escandaloso de artículos adulterados...” El teatro profesional se había convertido, en el mejor de los casos, en teatro abiertamente comercial. Se salvaba por las contadas excepciones y por el esfuerzo denodado de los artistas que se agrupaban en cooperativas y actuaban por lo común durante la época veraniega, que era cuando las salas de Buenos Aires quedaban sin contratos y podían conseguirse sin excesivos sacrificios económicos. Pero también ellos fueron reprimidos en esta y en oportunidades posteriores, como lo señalarían años más tarde los protagonistas del teatro independiente:

“... y no es posible tampoco desconocer la lucha librada durante los últimos años de oscurantismo cívico, cuando todos los movimientos culturales opacaron su voz y sólo siguió escuchándose la palabra vibrante del teatro independiente, que desde sus catacumbas tribunas nunca dejó de hablar con el pueblo, renovando a diario su fe en la libertad por el camino del arte. De nada valieron las amenazas, de nada tampoco las enconadas persecuciones, de nada las prohibiciones, de nada la cárcel, cuando hubo de cerrarse algún teatro por disimuladas persecuciones policiales, su voz no se cayó, resurgió de inmediato, más potente que nunca, más precisa, y nuestros oídos se cerraron siempre a las proposiciones de quienes pretendían trocar conducta por un plato de lentejas...”

La política del Teatro Independiente

Luego de la fundación del Teatro del Pueblo, el teatro independiente creció a un ritmo vertiginoso. En 1938 se realizaba sobre su escenario la primera exposición de teatros independientes y se elaboraba para la jornada una declaración decisiva para el movimiento. Esta constituye un manifiesto que se convertirá en norte durante su proceso de desarrollo y expansión:

“Las finalidades primordiales de la exposición que se organiza tiene por mira la proliferación de teatros independientes, serios en su organización, aferrados a una disciplina artística, empeñados en salvaguardar el teatro y el gusto de los espectadores.

El día en que nuestra ciudad cuente con un teatro libre en cada barrio, podremos tener la seguridad de que será el propio pueblo el que hará obligar al teatro comercializado a encausarse por la senda de la dignidad artística”

El Teatro del Pueblo asumió desde sus inicios una tarea didáctica, que en esos años se materializó en la puesta en escena de textos de autores extranjeros y de contenidos universales como modo de ejercer una denuncia social, en oposición al teatro comercial, que desde la perspectiva independiente era considerado alienante. En poco tiempo el Teatro de Barletta se había convertido en un referente cultural para los sectores de la izquierda intelectual. Además de funciones teatrales, se ofrecían conciertos, exposiciones de fotografía y pintura, piezas de danza moderna y se publicaba una revista de debate político y cultural.

La propuesta del movimiento era vincular el teatro a la cultura y el arte populares. Si bien inicialmente no explicitaban una aspiración a un nuevo estilo teatral o una nueva técnica, ambos aspectos fueron implícitos en el desarrollo del movimiento, que con la utilización de salas no convencionales y el ingenio obligado de quiénes no contaban con los recursos con los que si contaba el teatro comercial, terminó transformando notablemente las técnicas teatrales de aquellos años. Inicialmente su objetivo tenía que ver con dignificar una escena menoscabada por el teatro mercantilizado.

Se hablaba de un teatro popular, con “auténticos valores artísticos y resonancias sociales”, que no dudó en recurrir a los grandes autores del repertorio universal de las más variadas épocas y escuelas, a la vez que incitaba a los escritores nacionales a que se acerquen a la literatura dramática. Así llegaron a los tablados poetas como Eduardo Gonzalez Lanuza y Álvaro Yunque, ensayistas como Ezequiel Martinez Estrada, cuentistas como Elías Castelnuovo, o novelistas como Roberto Arlt.

Con idénticos objetivos que los planteados por el Teatro del Pueblo fueron surgiendo otros núcleos que pronto inquietaron la ciudad de Buenos Aires con su labor artística cada vez más intensa. Estos núcleos, con fuerte entusiasmo, estimularon la aparición de nuevos grupos de teatro independiente por todo el interior del país y hasta en países hermanos. La reacción iniciada por el Teatro del Pueblo pronto se convirtió en un movimiento (aunque no establecido como tal), en el que podía haber diferencias entre cada espacio o grupo, pero la gran mayoría coincidían en objetivos e ideales comunes.

Luego de 25 años de fundado, el movimiento crea una comisión de relaciones del teatro independiente con el Estado, que presentaría un petitorio reclamando el apoyo estatal a la cultura y la actividad teatral independiente.

“Los teatros independientes, instituciones organizadas y de actividad permanente... a las que no mueven fines comerciales, pudiendo sus integrantes subvenir a sus necesidades sin por ello lucrar con su valor, que no dependen de empresarios ni reconocen otra autoridad que la emanada de sus propias asambleas y estatutos...

“-Han recuperado para el teatro a la joven generación argentina
“-Han posibilitado el desarrollo de la auténtica dramaturgia nacional.
“-Han suministrado teatro al pueblo, poniendo su precio al alcance de las clases más humildes.
“-Han facilitado el acceso al público a un repertorio universal de jerarquía, negado por el teatro comercial.
“-Han llevado el teatro a los barrios porteños y al interior del país estableciendo el vinculo esencial entre teatro y pueblo
“-Han irradiado su orientación hacia todos los teatros de Latinoamérica, cuyos similares movimientos se apoyaron en nuestra experiencia.”

Para la década del sesenta, sólo en Capital Federal y el Conurbano bonaerense, se habían abierto más de 400 salas. Este sólo número da cuenta de la influencia que lograron en la cultura popular. El fenómeno incluso vio un correlato en las políticas culturales del Estado, que se vio obligado a dar cuenta del suceso y a diseñar iniciativas que respondían en muchos casos a lo que el movimiento proponía . No hay duda de que los teatros independientes revolucionaron la cultura de esa época desde su nueva organización, influencia y proyección política y artística.

Mucho se discute sobre cuál es la realidad del teatro independiente hoy. Algunos decretaron que el movimiento murió en el año 1970 , y lo llamativo es que atribuyen su final a razones puramente económicas.

Es cierto que con la llegada de la televisión en los 50, el teatro vuelve a entrar en una fuerte crisis (como la que vivió a principios del sXX con la llegada del cine, que veremos más adelante): merma sustancial de público, desaparición de las giras por el interior del país, cooptación de artistas formados en el teatro independiente tentados por propuestas de trabajo en la televisión, además de en los teatros comerciales y oficiales, etc. Muchas de estas propuestas de trabajo comenzaron paulatinamente a disolver elencos y grupos de la escena libre y la idea de “profesionalización” comenzó a ligarse exclusivamente con la remuneración obtenida de la misma, cuando nada de esto tenía que ver con los objetivos fundadores del movimiento.

Podemos afirmar que, aún en esa situación, la política original seguía clara, por lo menos para algunos, como lo expresa Barletta en 1969: “Los incautos que se dejaron atrapar por las redes del profesionalismo, destruyeron sus instituciones: Nuevo Teatro, La Máscara, Los Independientes, Candilejas, a todos se los ha tragado el empresariado y sus buenos elementos hoy se ven obligados a hacer bolos para alguna celebración de la comunidad judía o radionovelas o telenovelas, que es mucho peor...”. Ante la crisis, el abandono y el alejamiento de la política que el teatro independiente se había trazado en sus comienzos, Barletta deja de manifiesto que hay quienes no estaban dispuestos a caer en las redes del supuesto “profesionalismo”, ni a destruir sus instituciones, que es también decir, sus organizaciones.

En los 80, cuando historiadores teatrales como Maral o Luis Ordaz decretan el final del movimiento de teatro independiente, lo hacen acompañando el abandono de una cantidad importante de referentes de la escena libre de las décadas anteriores. Jaime Kogan, Carlos Goroztiza y Alejandra Boero, por ejemplo, no dudan en afirmar en coro el final del movimiento. “El viejo lirismo debe ceder paso a un sentido más realista de la lucha”, dirá Boero; “...ir generando las formas cada vez más idóneas de consolidación de un modelo profesional alternativo que a la vez contenga ese hálito de vida creadora en cuyo clima alternativo trabajamos hace veinte años, por un lado, pero incorporado y actualizado en un modelo institucional-empresario sólido y estable”, serán las palabras de Kogan .

Si bien profundizar el análisis sobre este debate ya excede los objetivos de este trabajo , resulta interesante ver las razones esgrimidas por quienes plantean el final del movimiento porque, por contraste, visibilizan con claridad las contradicciones que aparecieron al interior del teatro independiente cuando comenzó su alejamiento de su política fundacional.

El autor como productor

Casi en el mismo momento en que nacía en Argentina el Teatro Independiente, tomaba forma en Europa la propuesta teatral de uno de los intelectuales que más importantes aportes ha dado al teatro moderno: el Teatro Épico, de Bertolt Brecht.

El contexto europeo no difería mucho del de nuestro país en lo que a polémicas en el arte se refiere, aunque sí encontramos allí niveles de reflexión que aportan mucho para pensar complementariamente la política del teatro independiente.

En abril del año 1934 el crítico literario alemán, Walter Benjamin, leía en el 'Instituto para el Estudio del Fascismo' su ponencia El autor como productor, en dónde problematiza la función del artista y la obra de arte en los procesos sociales y políticos. Su polémica en ese momento era con posiciones que levantaban la idea del artista como “hombre de espíritu” contra la que él defendía del artista como productor, buscando analizar la obra de arte dentro de las relaciones de producción cultural de su época.

Cómo hemos visto, muchas cosas han cambiado en los casi 80 años que nos separan de aquellas polémicas, pero lo que sigue (o debería seguir) vigente es la búsqueda de ubicar al arte en un lugar que supere el puro entretenimiento.

Analizando el trabajo de Benjamin, la socióloga María Fernanda Carvajal señala que “la lectura de 'El autor como productor' produce una suerte de extrañeza, en especial por la urgencia de dotar al intelectual y al artista de una responsabilidad política. No tanto porque esa expectativa se haya diluido, como porque el escenario ha cambiado: hoy los intelectuales están recluidos en la academia separados de la praxis política y cada esfera -el arte, la política- parece más bien, tener su propia lógica autónoma. Además, porque hoy el arte está en permanente peligro de ser absorbido por la industria cultural, y porque la idea de convertir a los consumidores culturales en productores culturales en una sociedad de masas, se convierte en una quimera” .

Cabe preguntarnos nosotros si sigue vigente aquella necesidad de relacionar el arte y la política. En su época Benjamin encontró parte de las respuestas a estos interrogantes en el Teatro Épico de Brecht, al que identificó como la versión más acabada de un arte político.

La pregunta que aparece siempre que se menciona la relación entre arte y política es si debe existir esta relación y, sobre todo, si exigiendole tendencia al arte, no se vulnera su calidad. Dirá Benjamin al respecto que “del rendimiento del poeta debe exigirse que presente la tendencia correcta; por otro lado, se está en el derecho de esperar que tal rendimiento sea de calidad” . Lo que Benjamín intenta es mostrar que la tendencia política de una obra sólo puede ser acertada cuando también su tendencia artística es acertada. Es decir, que la tendencia política correcta incluye una tendencia artística. Y que es esta tendencia artística, “y no otra cosa”, lo que da calidad a la obra.

La clave de estas afirmaciones está en la búsqueda del lugar que la obra de arte ocupa dentro de la relaciones de producción cultural de una época. Recordemos que Benjamin escribe en un momento de crisis para el teatro, originada en la pérdida de una exclusividad que había tenido por siglos. En efecto, los primeros años del siglo XX albergan el nacimiento del cine, y la aparición de éste hizo que el teatro perdiera el monopolio de narrar “una historia que se vea”. Naturalmente, esto sumió al teatro en una crisis profunda que intentó resolverse de muchas maneras, pero en la que siempre el teatro se hundió más cuando se propuso entrar en competencia abierta con la novedosa narración audiovisual, quien sin dudas tenía toda las de ganar. Cuando el arte teatral ponía en escena mensajeros ensangrentados para contar los que había pasado en un aludido terreno de batalla, el cine, sin escatimar recursos, ponía en escena la guerra misma, con sus multitudes y el tronar de sus batallas. Ahora las cosas pasaban.

La forma en que el teatro resuelve esta crisis tiene mucho de lo que Benjamín proponía en el 34: la “fusión” de las formas artísticas, como manera de intervenir sobre el aparato de producción cultural. Ocurre que no fue el teatro el único afectado por el nuevo siglo; también otras artes encontraron temibles alteregos: la plástica en la avasallante fotografía, la poesía oral en el encierro del papel, la danza en los desafíos a los que la enfrentaba el movimiento libre, y así. Superada la catarsis, efectivamente la respuesta fue la fusión en sus múltiples posibilidades.

“El teatro de este siglo es una gestalt, que comprobó el poder de la mixtura híbrida. Con la danza, desde Pina Bausch, con la política [y el cine], desde Brecht, con la plástica, desde Kantor, o con la antropología desde Brook -o Barba- el teatro se apareó con quien pudo” .

Sobre esto -y en relación a la manera en que Brecht lo resuelve- dirá Benjamin: “Una de las razones importantes de que este teatro de maquinas complicadas, repartos inmensos y efectos sutiles se haya convertido en un medio contra los productores, está en el hecho de que intenta ganarlos para su causa en la competencia perdida de antemano con el cine y la radio. Este teatro -trátese de su versión cultural o de su versión recreativa, que son complementarias entre sí- es el teatro de una capa social hastiada, que convierte todo lo que toca en objeto de excitación.

El suyo es un caso perdido. No así el de un teatro que, en lugar de entrar en competencia con esos nuevos instrumentos de publicación intenta servirse de ellos, aprender de ellos, entablar una polémica con ellos. El teatro épico ha hecho suya esta polémica. Si se lo compara con el nivel actual de desarrollo del cine y la radio, hay que decir que él es el teatro moderno”.

Esta propuesta de Brecht, captada impecablemente por Benjamin, implicaba una refuncionalización de la técnica teatral, que dejaba así de abastecer el aparato de producción de la época para pasar a transformarlo. Si, como se dice, sólo es posible conocer lo que se transforma, el desafío de Brecht fue conocer/transformar la técnica de producción teatral (y artística en general) para poder construir, a partir de ahí, un nuevo sentido de la actividad artística, acorde a objetivos que superasen el simple entretenimiento de una sociedad que debía desnaturalizar la realidad tal como se le presentaba, para poder comenzar a creer -en las condiciones reales de su época- en una transformación radical. Así, la incorporación que realiza Brecht de la interrupción de la acción en sus obras (tomada del montaje radial y cinematográfico) como efecto de distanciamiento, implicaba una transformación de la técnica de producción para el teatro de su tiempo. Es este el sentido más revolucionario del teatro brechteano, más aún que el contenido de sus obras. Coincidentemente con esto, y volviendo a la Argentina, podemos pensar que el teatro independiente también transformó profundamente la técnica y la producción teatral de su momento histórico.

Desde esta perspectiva, y ya pensando en las necesidades de nuestra situación actual, podríamos decir que se torna necesario un teatro que busque -como decíamos- dejar de aportar al aparato de producción cultural de nuestra época, para proponerse transformarlo .

Plantear la solución a cuál será -en nuestro tiempo- el material del que valerse para dicha trasformación, excede en mucho las intenciones de este trabajo. La respuesta deberá -una vez más- encontrarse en el mismo proceso de producción, oponiéndole -como hicieron Brecht y Barletta- a la obra dramática un laboratorio dramático. Seguramente desde este lugar podremos recurrir a algunos de estos interrogantes, para armar el camino por el cual transitar esta necesaria búsqueda de una nueva política para el teatro independiente.

Mar del Plata, Agosto de 2010

Fuente: http://www.prensadefrente.org/pdfb2/index.php/new/2010/09/12/p5912

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