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Diagonales / 18.09.2011 | Emilio, nacido en La Plata en 1892, se convirtió en el uno de los pintores más importantes y símbolo máximo de la vanguardia europea.
1903: el abuelo, los colores y el muro
En 1903, Emilio Pettoruti tenía once años (había nacido el 1º de octubre de 1892) y apilaba los regalos de sus padres en un rincón de su casa en La Plata.
Los soldaditos de plomo y los autitos o camiones de chapa y madera ocupaban un breve, brevísimo espacio de su dormitorio, dejando libre la habitación para los "verdaderos juguetes", como él llamaba a los regalos de su abuelo materno. Es que don José Casaburi ("sombrero de ala ancha y larga levita a la Bartolomé Mitre", lo recordará siempre Emilio), que miró atentamente los gustos de su nieto y se metió de lleno a mimarlo, le traía cada semana papeles blancos y lápices de colores.
Una tarde, viéndolo borronear y volver a borronear, el abuelo interrumpió sus actividades (leer el diario, tomar unos mates, pasear por el bosque, malcriar a Emilio) y comenzó a construir, sin saberlo, la carrera de pintor de su nieto. Improvisó un andamio con dos escaleras y un par de tablones en el patio de la casa e hizo subir al pibe hasta arriba de todo. Desde arriba, Emilio vio cómo su abuelo mezclaba unos colores en polvo que había comprado, tomaba varios pinceles y, después de alcanzárselos, acomodaba en el piso del patio un cesto de mimbre con algunas flores. La orden del abuelo no dejaba lugar dudas: "Tenés que inventar las flores y no copiarlas".
Si bien después Emilio estudió con el maestro platense Atilio Boveri; si bien durante un año seguido recibió lecciones del arquitecto Emilio Coutaret en el Museo de Historia Natural, el verdadero impulsor de su arte fue aquel don José Casaburi que lo subió al andamio para que comenzara a inventar con los colores.
El mural de las flores y el cesto de mimbre acompañó al abuelo hasta su muerte a los 86 años, en 1924. Don José lo miraba cada tarde, como un consumado crítico de arte haría con la Gioconda. Y cada tarde encontraba nuevas formas y nuevos colores para estar orgullos de su nieto. Tanto, que fue el mismo don José quien se encargaba de supervisar a los pintores de brocha gorda cada vez que el patio de la casa necesitaba una mano de pintura. Ordenaba, discutía, no se dejaba engañar por los obreros: el mural, así como lo había "inventado" su nieto de once años, debía ser respetado. Y quedó intacto durante décadas .
1913: el arte de viajar en las caricaturas
Los Pettoruti solían pasar la temporada de vacaciones en Córdoba. Allí, Emilio seguía perfeccionando sus dibujos. De regreso a La Plata de uno de esos veraneos, el joven pintor Emilio se volcó de lleno a las caricaturas. Pájaros del bosque, perros callejeros, amigos, su hermana, el peluquero del barrio y el dueño del almacén de la esquina de su casa eran los modelos habituales para propiciar su arte. Una tarde del otoño de 1912, se acercó a la Cámara de Diputados de la provincia para escuchar, como solía hacerlo a menudo, los discursos de los políticos. Fue en ese recinto que quedó cautivado por la oratoria del diputado Rodolfo Sarrat, y comenzó a caricaturizarlo. La idea, además de ejercitar la mano, era vender el dibujo a la revista platense La Ciudad.
Cuando se publicó, Sarrat quiso conocer "a ese señor" que había hecho el dibujo. El diputado se llevó una grata sorpresa al ver que ese "señor" era un muchacho de 19 años. La amistad fue creciendo en sucesivas charlas. Pettoruti estaba maravillado por el discurso de Sarrat, Sarrat admiraba el talento del joven Pettoruti. Una noche de marzo de 1913, un ordenanza de la Cámara fue a buscar a Emilio: el diputado le pedía una reunión urgente.
Sarrat, en ese entonces presidente de la Comisión de Presupuesto de la Provincia, le confió que, muy a su pesar ("problemas de economía", dijo el diputado, amargado), no podía brindarle la beca que tenía dispuesta para él. Estuvieron charlando unas horas, tratando de encontrar la solución al problema, hasta que, de pronto, Sarrat revisó unos papeles sobre su escritorio y gritó: "Listo, hago economía y lo beco a usted".
En la lista de becarios de la provincia de Buenos Aires (todos en Europa), figuraban muchos con 150 pesos oro y otros con 100. "Si pueden vivir con 100, bajamos a todos a esa cifra. Y como sobra dinero, puedo brindarle a usted una de 100", dijo Sarrat. Emilio, con sus primeros 100 pesos oro en un bolsillo, con cartas de recomendación a Cesáreo de Quirós y al escultor Arturo Desco (cónsul en Florencia) en el otro, con sus enormes ganas de aprender de los artistas europeos en los ojos y los dibjos en las valijas, se embarcó en el vapor Città di Torino el 7 de agosto de 1913 con rumbo a Florencia .
1914: Marinetti y la imbecilidad del resto
Caminando por Florencia, maravillándose con cada cosa que veía, Emilio se metía en todas las librerías que cruzaba. Pero una de ellas, sobre la calle Cavour, lo cautivó de tal manera que no dejaba pasar un día sin entrar al local. Su dueño, Ferrante Gonelli, un corpulento florentino de 30 años especialista en arte, familiarizado con el cliente argentino que revolvía todas las estanterías y no compraba ningún libro, le acercaba las novedades y se pasaba horas charlando sobre pintura. En una de esas visitas, Gonelli le dio el número 18 de la revista Lacerba. El vendedor lo alentó a comprarla diciéndole que era una publicación que se agotaba a los pocos días de haber salido. Emilio la compró, un tanto desorientado ante la falta de ilustraciones en una publicación que, como le había dicho Gonelli, trataba sobre arte. Emilio no pudo esperar a leerla en su casa. Se sentó en el café Delle Giubbe Rose y empezó la lectura. La tapa traía un artículo de Giovanni Papini que pedía, desde el título, "Franqueza con los imbéciles". Pettoruti se metió de lleno en las notas. Papini decía que "todos los hombres son imbéciles menos los futuristas"; el Papa del movimiento, Tomasso Marinetti, firmaba "palabras en libertad" (frases poéticas mezcladas con otras de lenguaje absurdo) y todas las páginas rebosaban de dinamismo y cantaban a la nueva fuerza de las formas pictóricas. A partir de esa lectura, Pettoruti fue el fanático número uno de Lacerba. Le pedía ansioso a Gonelli cada nueva entrega. El dueño de la librería quiso aprovechar el furor comprador de Emilio y lo empezó a tentar con otros libros. Pettoruti compró uno sobre Van Gogh y otro sobre Gauguin. Cuando Gonelli le dijo que había llegado una monografía sobre Cézanne, el joven pintor argentino prefirió seguir curioseando en los anaqueles. No tenía la menos idea sobre Cézanne, y no quería pasar por un pajuerano. Pidió el reciente número de Lacerba y vio en sus páginas un dibujo de Carlo Carrá del que el mismo Pettoruti afirmó "no haber comprendido nada". Sin embargo, el romance se había puesto en marcha. La pintura era eso: futurismo. Podía no entenderse, podía ser raro, pero era lo que había que hacer .
“Una llanura sin fin sobre el río más ancho”
“Varias son las ciudades que amo, ya sea por su belleza o por las bellezas que atesoran, los recuerdos que me traen o lo mucho que les debo en el desarrollo de mi vida; entre ellas, y en primerísimo término, se encuentra Florencia, luego Roma, Milán, Munich, París, Buenos Aires; pero existe una sobre todas a la que me siento ligado por lazos de profundo afecto y recuerdos que me son muy caros; es La Plata, la ciudad más joven de mi país, de planta urbana cruzada por diagonales abiertas, emplazada en una llanura sin fin sobre la margen del río más ancho del mundo, con sus aguas espesas de deslumbrante color óxido o plata de tonalidades cambiantes. Los colores y las formas que retuve cuando niño las llevé conmigo por dondequiera que fuesen mis pasos y están en mis telas. Esta ciudad tenía plazas de un verdor incomparable y un magnífico bosque de eucaliptos donde los caballos retardaban el paso para respirar mejor el perfume de la fronda, de ese bosque de ensueño” .
1924: piñas por el arte en la calle Florida
Pettoruti regresó en 1924 a la Argentina como el símbolo máximo, junto a su gran amigo Xul Solar, de la vanguardia europea. Emilio pensaba pasar seis meses en el país, un tiempo prudencial como para tratar de realizar alguna exposición y volver a ver a su familia en La Plata después de once años de su partida. Aquí, los creadores de la revista Martín Fierro (Evar Méndez, Jorge Luis Borges, Cayetano Córdova Iturburu, Raúl González Muñón, Pablo Rojas Paz, entre otros), reunidos en la confitería Richmond (que operaba como redacción y sala de discusiones), insistieron para que Emilio hiciera una exposición y "pusiera el arte en su lugar". Pettoruti aceptó: traía 86 obras entre óleos, dibujos, estudios, vestuarios para teatro, diseños y escenografías para títeres, dos mosaicos realizados y otros dos en estudio. La muestra, después de algunas idas y venidas, se abrió el 13 de octubre en la galería Witcomb de la calle Florida, en la Ciudad de Buenos Aires. El resultado fue una debacle: gritos, insultos y escupidas a granel. La sociedad se dividió en dos bandos: para unos, era "lo nuevo"; para otros, "constituía una grave ofensa inferida a la dignidad del país". Los bandos entraron en pugna. Y a los golpes. El mismo Pettoruti lo recuerda así: "La razón de esa furia desatada contra el arte que yo exponía no pude explicármela nunca, ya que, como todo el mundo se precipitó hacia el interior, los cuadros no fueron vistos por nadie. Lo cómico del asunto es que esa asistencia tan densa y excitada, que en el furor de las discusiones pretendía irse a las manos, tampoco podía hacerlo por falta de espacio para dar envión al puño. Una cuba de sardinas gritonas puestas de pie, y yo en el centro, sofocado".
El intento de pelea excedió los límites de la galería y, una vez afuera de los límites que impedían las piñas, volaron los castañazos por la calle Florida y los bares aledaños, entre unos contendientes que se tornaban cada vez más demenciales. Por la noche, los ánimos llegaron a caldearse tanto que hubo una gresca feroz en el Once. Es que los "martinfierristas", con Pettoruti a la cabeza, habían quedado en encontrarse en el viejo bar La Perla. Y hasta allí llegaron los detractores de ese arte para continuar con las piñas. Sólo la intervención policial pudo poner fin a la batalla .
1931/4: el no al Duce y el fuego del Führer
En 1931 llegó al país Margherita Sarfatti, una italiana de quien Pettoruti se había hecho amigo en Europa y que ahora se desempeñaba como critica de arte de Il Popolo d'Italia, publicación que celebraba el fascismo. Sarfatti traía una exposición de arte italiano contemporáneo y quería que Pettoruti se encargara de la muestra. Emilio, que conocía de sobra las ideas autoritarias con las que simpatizaba Margherita, trató de sortear el compromiso, pero ante la insistencia de su amiga, aceptó. La única condición que puso, una vez vistas las obras que Sarfatti había traído, fue que nadie ingresara al salón antes del inicio de la muestra. El convenio se respetó a rajatabla. El día de la inauguración, Margherita entró radiante al salón de los Amigos del Arte La alegría le duró poco. El tiempo necesario para comprender que Pettoruti había excluido de la exposición un busto en mármol de Mussolini, realizado por el escultor favorito del régimen fascista, Adolfo Wildt.
Margherita gritaba fuera de sí: "¡Il Duce, il mio Duce!". Pettoruti se mostró inflexible. Sarfatti, entre perder la muestra y sacrificar a su Duce, optó por lo segundo.
Los Walden y Pettoruti se habían conocido en 1923, en la ciudad alemana de Berlín, cuando el artista continuaba con su recorrido y aprendizaje por Europa.
Emilio Pettoruti llevaba a cabo su primera exposición en Alemania y el dueño de la galería Der Sturm, Herwarth Walden, junto a su esposa, eran los principales promotores del artista argentino.
Admiraban tanto la obra de Emilio que fue el matrimonio Walden el que compró una de las tres obras que en esa muestra vendió Pettoruti. Se trataba de Composición, un cuadro pintado en 1917, en plena época futurista del artista plástico argentino, que la pareja guardó celosamente en el subsuelo de la galería, junto a otros tesoros de la pintura universal.
La idea de realizar un viaje a Buenos Aires motivó que Pettoruti desechara el ofrecimiento de los Walden para que guardara en la galería Der Sturm todos los óleos realizados.
Una idea bastante feliz, ya que en 1934, con el ascenso del criminal Adolfo Hitler en el poder, un grupo de su selecta policía nazi, haciendo gala de una absurda crítica de arte, prendió fuego a la galería del matrimonio Walden.
En el incendio se perdieron siglos de pintura del mundo entero. Obras que, para el nazismo, formaban parte de uno de sus peores enemigos: “el arte degenerado” .
“El ansia de ver a los míos y dejarme ver”
“Había llegado el momento de encarar mi arribo a la Patria y preguntarme en qué estado de espíritu llegaba, qué soñaba encontrar o hacer en ella dentro del lapso fijado para mi permanencia.
Lo primero, lo digo sin titubeos, era el ansia de ver a los míos y dejarme ver por ellos. Lo segundo, mostrar a mis compatriotas el trabajo realizado en dos larhos lustros de ausencia. Yo tenía una deuda con mi país, sobre todo con mi provincia que me había dado una bolsa de estudios durante tres años y medio, Mi deber me parecía saldarla demostrando fehacientemente, a través de la obra cumplida, que los dineros públicos gastados en mí no habían sido tirados a la calle.
Todos saben cómo la imaginación magnifica a distancia a los seres io las cosas amadas.
Todos saben cómo la idea de la Patria se agiganta en el exilio.
Desde Europa, yo veía a mi país como una potencia, revistiéndola de los atributos culturales y espirituales de los países más avanzados de toda Europa” .
1952: la prohibición y el adiós a la patria
Emilio Pettoruti continuó siendo, a pesar de su antiperonismo, director del Museo Provincial de Bellas Artes de La Plata. Lo habían nombrado en 1930, y con mucho esfuerzo, lo ubicó en el edificio del Pasaje Dardo Rocha, antigua estación de ferrocarril. Pettoruti estuvo al frente del museo hasta el 13 de febrero de 1947. Ese día, el coronel Domingo Mercante, gobernador de la provincia de Buenos Aires, firmó el decreto que decía "dense por terminadas las funciones del Oficial 7 de la Dirección Nacional del Museo de Bellas Artes, don Emilio Pettoruti". Entre otras descalificaciones, Mercante acusaba a Pettoruti de "antiprovincial" y "antiargentino".
Alejado de sus funciones oficiales, Pettoruti se lanzó de lleno a exponer. La galería Peuser organizó la segunda exposición retrospectiva, que fue señalada como "un magnífico conjunto fruto de 30 años de trabajo". En 1948, el por entonces ministro de Instrucción Pública, Oscar Ivanissevich, pidió el rechazo de la obra Sol en ángulo del Salón Nacional de Bellas Artes por considerarla una pintura degenerada. Raúl Soldi, entre otros, no lo permitieron. Un año después, Ivanissevich volvió a la carga. "Los artistas abstractos son anormales estimulados por la cocaína, la morfina, la marihuana, el alcohol y el esnobismo", dijo el ministro.
Emilio sabía que muy poco lo ataba al país. Cuatro años después dio su adiós definitivo: "Dejé la patria con mucho dolor, porque quedaba bajo el dominio de una dictadura oprobiosa que se me hacía difícil sufrir".
Europa volvió a recibirlo como un hijo. Italia, Francia, Inglaterra y Alemania aplaudieron al que consideraban uno de los grandes nombres del futurismo.
Pettoruti no volvió jamás a la Argentina. Murió el 16 de octubre de 1971 en París, a los 79 años. Poco antes, Jorge Luis Borges había escrito: "En los ya vagos anaqueles aguardan, casi al alcance de mi mano, los negros y dorados volúmenes de la omnisciente enciclopedia; nada me costaría interrogar sus discretas páginas y recuperar de un modo preciso aquellas doctrinas que Emilio Pettoruti y Xul Solar exponían en los cenáculos de 1924 y que yo mismo habré repetido en aquella hora de verdadera o imaginaria batalla con los burgueses" .
“Almafuerte quería ser pintor”
“A Pedro B. Palacios, Almafuerte, lo visitaba en su casa, una casita con las habitaciones en hilera que daban todas al patio libre, como las había muchas en los alrededores de la ciudad; hoy queda en el centro (66 Nº 530). Esa casa adocenada no tenía otra personalidad que la que le infundía su descuido de hombre solo. Me parece verlo avanzar con sus alpargatas rotas por el corredor desamparado.
La franqueza de su lenguaje era proverbial, puedo agregar que asustaba. Lo he escuchado protestar con indecible violencia contra los cortes frecuentes de eucaliptos en el Bosque y otros bandidajes en nuestra joven ciudad. Pero de lo que le gustaba conversar, al menos conmigo, era de pintira. Una mañana me dijo que había nacido para ser pintor, y me habló de la historia de una beca que la Legislatura terminó por negarle.
Él veía mucho más viable el destino del pintor que el del literato, sobre todo en un país como el nuestro. recuerdo que me dijo: Aquí la gente es muy bruta y la pintura entra por los ojos. Usted pinta una bella cabeza o un bello paisaje, y vende el cuadro. Pero ya puede usted escribir la Divina Comedia que todo el mundo lo mirará como a un perro sarnoso y se lo dejará morir de hambre” .
“Nada sobre los futuristas”
“Al Caffe delle Giubbe Rose iba con cierta frecuencia al final de mis jornadas, por la noche, con mi amigo Codegoni, después de cenar. Me agradaba su ambiente y esa nota de color que le daban sus camareros vestidos a la usanza antigua, calzón corto, medias blancas y zapatos con hebillas. Tras ese descanso, y cuando emprendía el camino de regreso a mi alquilada y pequeña habitación estudio, pasaba a veces por otro café en piazza San Gallo, donde se reunía un grupo compacto de estudiantes y artistas argentinos que trabajaban entonces en Florencia. Sus reuniones se prolongaban hasta pasada la medianoche. Entre los concurrentes se contaban Lamann, Donis, Curatella, Amadeo, González Roberts. Una noche que estuve con ellos, me referí a la revista Lacerba en apoyo de algún argumento que ahora se me escapa de la memoria. Pero tuve que callarme ante la indiferencia del resto de los comensales. Ninguno conocía la publicación. Ninguno había oído hablar del futurismo” .
“Tenía tiempo para ir a mi país y volver”
“Walden quiso ocuparse de mi obra en Alemania y me propuso dejarle unos cuadros; le dije a mi vez que tenía proyectado un viaje a Buenos Aires que me llevaría seis meses, el que incluía una exposición. La idea, efectivamente, había tomado cuerpo, y me parecía que lo más sensato era despachar desde allí la mayor parte de esas obras perfectamente enmarcadas para ahorrarme en Buenos Aires tiempos y gastos. Así se hizo. Desde Berlín emprendieron muchos de los cuadros su viaje transatlántico. Quedé con Walden en que luego de mi retorno a Europa estudiaríamos con calma el asunto. Mi intencion era quedarme en París unos meses, antes de emprender el cruce del océano, y de regreso del largo viaje instalarme de nuevo en Milán en uno de los modernos estudios con departamento anexo que la Municipalidad construía para los artistas. Se nos había invitado a inscribirnos como locatarios y lo habíamos hecho. El plazo de entrega se calculaba en un año, tal vez año y medio; disponía de tiempo de sobra para ir a mi tierra y volver” .
Fuente: http://www.elargentino.com/nota-158381-Pettoruti.html
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