Ópera
Martes 22 de marzo de 2011 | Publicado en edición impresa
Eugene Onegin, Opera de Tchaikovski / Elenco: Marcin Bronikowski (Onegin), Magdalena Nowacka (Tatiana), DarIo Schmunck (Lensky), Susanna Moncayo (Madame Larina), Mónica Sardi (Olga), Ariel Cazes (Griemin), entre otros / Regie: Michal Znaniecki. Coro y Orquesta Estables del Teatro Argentino. / Dirección: Stefan Lano. Teatro Argentino de La Plata. Próxima función: hoy, a las 20.30.
Nuestra opinión: muy buena
La música de Eugene Onegin es una maravilla, el elenco de cantantes es mayormente correcto, el coro tiene presencia y Stefan Lano dirige la orquesta por caminos seguros. Con todo, este Onegin que se ofrece en La Plata es, esencialmente, un formidable espectáculo escénico que ofrece abundantes ideas, variantes y simbolismos, todo envuelto en un marco de una belleza singular.
No es frecuente poder observar una puesta operística en la cual la dirección escénica y teatral (Znaniecki), la escenografía (Luigi Scoglio), la iluminación (Bogumil Palewicz), el vestuario (Zosia Dowjat) y la danza (Diana Theocharidis) confluyen en una realización colectiva digna del mejor de los elogios.
Indudablemente, el merecedor principal de las alabanzas es Michal Znaniecki, un ré gisseur polaco, director del Teatro de Poznan que no vino a ofrecer su corazón -tal vez también-, pero sí un talento admirable para repensar las ideas y los contenidos centrales de una ópera ciertamente tradicional y una fenomenal capacidad para llevarlos adelante. No debe haber sido ése su objetivo, pero su puesta contribuye a cimentar esa postura que indica que nada debe permanecer eternamente como fue, sino que, en el arte, la aplicación de nuevas lecturas debería ser la norma. Sobre todo, si se hacen con inteligencia y habilidad.
La ópera comienza con el escenario, amplio, oscuro y en tonos azulados, con superficies espejadas, que torna inasible al espacio y le otorgan cierto ensueño, y todo decorado con numerosos símiles de troncos de coníferas, desprovistos de copas, con superficies rugosas y nudosas. El ámbito nunca permanece igual y va cambiando, constante y sucesivamente, básicamente, por espléndidos juegos de luces. Tres imponentes aberturas circulares, en ambos lados y en el fondo, son las vías para ingresar y salir del escenario. Y no sólo eso, con luces y proyecciones también se transforman en cavernas insondables o vías de escape.
A pura imaginación, Znaniecki maravilla con algunas escenas clave. Prescinde de la silla y la mesa para la carta que Tatiana le escribe a Onegin. Desde su cama, va redactando la misiva, cuyos textos van apareciendo, mágicamente, proyectados en el oscuro círculo posterior, contenidos que van en aumento hasta desaparecer en su totalidad con el final de la carta. Un recurso tan simple como fantasioso, creativo y bello. La escena del duelo, en el segundo acto, transcurre sobre bloques de hielo, fragmentos de aquella tierra helada del primer acto. Pero, además, el comienzo blanco e inmaculado del cuadro va mudando a un negro lóbrego, en el final, coincidente con la muerte de Lensky. Y en el último acto, aquel hielo, quizá por el paso del tiempo, se derritió y la acción transcurre con los cantantes y los bailarines moviéndose sobre el agua, ese líquido que, como el amor y la vida, se le escurre a Onegin que, en el final de la ópera, sólo atina a observar cómo se le escapa de entre los dedos.
Los panegíricos podrían seguir abundando en todo a lo que de teatral tiene este Eugene Onegin . Sin embargo, no fluyen con igual intensidad ni copiosidad los adjetivos cuando nos detenemos a analizar las cuestiones musicales. Del elenco sobresale, nítidamente, Marcin Bronikowski, un barítono de muy buena voz y que construye un Onegin detestable, exactamente lo que el personaje requiere. Pero Magdalena Nowacka no muestra variantes para las dos Tatianas, la del comienzo y la del final, o para sus exaltaciones y zigzagueos mientras escribe su carta. Cierta monotonía y hasta alguna frialdad caracterizan su canto. Casi como de costumbre, Darío Schmunck ofreció más musicalidad que presencia. Su escaso caudal, lamentablemente, conspira contra sus buenas intenciones. Del resto del elenco hay que elogiar, y sin reservas, la buena voz y la solidez de Susanna Moncayo, en el comienzo de la ópera.
Stefan Lano condujo correctamente a la orquesta. También fue bueno el trabajo del coro, aunque su ubicación, en más de una ocasión, en el sector posterior del escenario, dio pie a algunos desajustes, hecho sólo atribuible a los conocidos desbalances acústicos que tiene el Argentino. Con todo, ninguna de todas estas observaciones debería ser leída como un menoscabo a los valores de un espectáculo interesantísimo, digno de la mayor admiración.
Pablo Kohan
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1359284-eugene-onegin
Martes 22 de marzo de 2011 | Publicado en edición impresa
Eugene Onegin, Opera de Tchaikovski / Elenco: Marcin Bronikowski (Onegin), Magdalena Nowacka (Tatiana), DarIo Schmunck (Lensky), Susanna Moncayo (Madame Larina), Mónica Sardi (Olga), Ariel Cazes (Griemin), entre otros / Regie: Michal Znaniecki. Coro y Orquesta Estables del Teatro Argentino. / Dirección: Stefan Lano. Teatro Argentino de La Plata. Próxima función: hoy, a las 20.30.
Nuestra opinión: muy buena
La música de Eugene Onegin es una maravilla, el elenco de cantantes es mayormente correcto, el coro tiene presencia y Stefan Lano dirige la orquesta por caminos seguros. Con todo, este Onegin que se ofrece en La Plata es, esencialmente, un formidable espectáculo escénico que ofrece abundantes ideas, variantes y simbolismos, todo envuelto en un marco de una belleza singular.
No es frecuente poder observar una puesta operística en la cual la dirección escénica y teatral (Znaniecki), la escenografía (Luigi Scoglio), la iluminación (Bogumil Palewicz), el vestuario (Zosia Dowjat) y la danza (Diana Theocharidis) confluyen en una realización colectiva digna del mejor de los elogios.
Indudablemente, el merecedor principal de las alabanzas es Michal Znaniecki, un ré gisseur polaco, director del Teatro de Poznan que no vino a ofrecer su corazón -tal vez también-, pero sí un talento admirable para repensar las ideas y los contenidos centrales de una ópera ciertamente tradicional y una fenomenal capacidad para llevarlos adelante. No debe haber sido ése su objetivo, pero su puesta contribuye a cimentar esa postura que indica que nada debe permanecer eternamente como fue, sino que, en el arte, la aplicación de nuevas lecturas debería ser la norma. Sobre todo, si se hacen con inteligencia y habilidad.
La ópera comienza con el escenario, amplio, oscuro y en tonos azulados, con superficies espejadas, que torna inasible al espacio y le otorgan cierto ensueño, y todo decorado con numerosos símiles de troncos de coníferas, desprovistos de copas, con superficies rugosas y nudosas. El ámbito nunca permanece igual y va cambiando, constante y sucesivamente, básicamente, por espléndidos juegos de luces. Tres imponentes aberturas circulares, en ambos lados y en el fondo, son las vías para ingresar y salir del escenario. Y no sólo eso, con luces y proyecciones también se transforman en cavernas insondables o vías de escape.
A pura imaginación, Znaniecki maravilla con algunas escenas clave. Prescinde de la silla y la mesa para la carta que Tatiana le escribe a Onegin. Desde su cama, va redactando la misiva, cuyos textos van apareciendo, mágicamente, proyectados en el oscuro círculo posterior, contenidos que van en aumento hasta desaparecer en su totalidad con el final de la carta. Un recurso tan simple como fantasioso, creativo y bello. La escena del duelo, en el segundo acto, transcurre sobre bloques de hielo, fragmentos de aquella tierra helada del primer acto. Pero, además, el comienzo blanco e inmaculado del cuadro va mudando a un negro lóbrego, en el final, coincidente con la muerte de Lensky. Y en el último acto, aquel hielo, quizá por el paso del tiempo, se derritió y la acción transcurre con los cantantes y los bailarines moviéndose sobre el agua, ese líquido que, como el amor y la vida, se le escurre a Onegin que, en el final de la ópera, sólo atina a observar cómo se le escapa de entre los dedos.
Los panegíricos podrían seguir abundando en todo a lo que de teatral tiene este Eugene Onegin . Sin embargo, no fluyen con igual intensidad ni copiosidad los adjetivos cuando nos detenemos a analizar las cuestiones musicales. Del elenco sobresale, nítidamente, Marcin Bronikowski, un barítono de muy buena voz y que construye un Onegin detestable, exactamente lo que el personaje requiere. Pero Magdalena Nowacka no muestra variantes para las dos Tatianas, la del comienzo y la del final, o para sus exaltaciones y zigzagueos mientras escribe su carta. Cierta monotonía y hasta alguna frialdad caracterizan su canto. Casi como de costumbre, Darío Schmunck ofreció más musicalidad que presencia. Su escaso caudal, lamentablemente, conspira contra sus buenas intenciones. Del resto del elenco hay que elogiar, y sin reservas, la buena voz y la solidez de Susanna Moncayo, en el comienzo de la ópera.
Stefan Lano condujo correctamente a la orquesta. También fue bueno el trabajo del coro, aunque su ubicación, en más de una ocasión, en el sector posterior del escenario, dio pie a algunos desajustes, hecho sólo atribuible a los conocidos desbalances acústicos que tiene el Argentino. Con todo, ninguna de todas estas observaciones debería ser leída como un menoscabo a los valores de un espectáculo interesantísimo, digno de la mayor admiración.
Pablo Kohan
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1359284-eugene-onegin
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