jueves, 13 de enero de 2011

Que empiece el show

Original de Dos Buhos (Aníbal Dalla Pozza - Pablo Kersevan)

Desde el cura que demonizó los bailes en una sala fundada por el virrey Vértiz, hasta el incendio de teatros en tiempos de la última dictadura, los actores, músicos y dramaturgos siempre han sido espejo, caja de resonancia, documento o detonante de todos los procesos históricos, la mayoría de las veces para furia del poder político, que les teme más que a otros actores sociales.

Hoy como ayer/ necesitamos olvido y el placer/ de ver a los artistas,/ esos ilusionistas/ que hacen el mundo desaparecer”, pedía María Elena Walsh en “Viejo varieté”. Y Enrique Pinti redoblaba después la apuesta en Salsa criolla, asegurando que “pasan las crisis y pasan las guerras/ pasa la prensa sensacionalista/ las prohibiciones, las listas negras,/ quedan los artistas”.

Pero sujetos –como cualquiera– a la contradicción, los artistas suelen ser alternativamente enaltecidos y puestos en el banquillo. Y no sólo por la censura y las persecuciones. El genial director teatral polaco Tadeusz Kantor, creador de ¡Que revienten los artistas! (que Buenos Aires vio en 1987), opinaba que “los verdaderos artistas revientan siempre; de hecho muchos se suicidan porque no soportan el mundo exterior”. Y más acá, Peter Capusotto desmitifica con ironía las manipulaciones e intereses que contaminan el campo artístico: “Los artistas no pueden curarte una gripe ni arreglarte el baño o el auto; cualquier oficio es más importante que hacer mil forradas a cambio de aplausos”.

Lo indudable es que el arte –y los artistas– nacen casi con la humanidad, cuando los primeros cazadores y recolectores descubren el placer de imitar a la naturaleza y de imaginar, mágicamente, que pueden mejorarla. Y en el desarrollo de la civilización han sido espejo, caja de resonancia, documento y detonante de todos los procesos históricos.

A la escena argentina los límites cronológicos del Bicentenario le quedan chicos si se incluyen las representaciones, ceremonias y rituales religiosos e indígenas de los tiempos de la colonia. Pero para enmarcar este panorama puede apuntarse que la primera sala teatral con que contó Buenos Aires se fundó en 1783, en la esquina de las actuales Perú y Alsina, por orden del virrey Vértiz, “para proporcionar entretenimiento a la población”. 

Y pronto llegaron las condenas. Lo cuenta Beatriz Seibel en su Historia del teatro argentino: “Como además de las funciones se realizan bailes públicos, un franciscano pronuncia un sermón en que amenaza con la condenación eterna. Pero Vértiz logra que el religioso sea enviado a un convento lejano y otro sacerdote, desde el mismo púlpito, afirma que ‘las danzas no son pecado y que el señor Baile puede honestamente contraer matrimonio con la señora Devoción”. 

Como se ve, también la danza ha sido objeto de censura en distintos momentos de nuestra historia, en coincidencia con momentos de hegemonía autoritaria del poder político o religioso. Ocurrió con el tango bailado originalmente en los márgenes prostibularios de la ciudad-puerto, donde trabajadores y desocupados inmigrantes, junto a criollos, indígenas y afrodescendientes aliviaban las tensiones de su magro destino social. 

El lenguaje coreográfico del tango, de corporal y explícita sensualidad, producía miedo en las elites, cuya propia hipocresía terminaba por desnudarse frente a ese baile provocador. Andando el tiempo y como ocurrió y ocurre con otras formas populares de la danza y de la música, el tango iba a terminar siendo adoptado en los salones, primero como curiosidad y después como modo de neutralizar, a través del desprejuicio impostado, la rebeldía y el desacato que eran su marca de origen.

Olga Cosentino
(Continúa en la revista...)

Fuente: http://www.carasycaretas.org/2254/n1.html

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Las tablas le hicieron fuerza a la motosierra

  Balance de teatro 2024 En un año con fuerte retracción del consumo y un ataque inusitado al campo de la cultura, la caída de la actividad ...