23/6/2000
Por ALEJANDRO CASTAÑEDA
Con Luis Cardei se fue el mejor cantante de tangos de los últimos tiempos. Y murió como consecuencia de una hepatitis que no necesitó esforzarse demasiado para aniquilar un físico tan desgastado. Cardei se fue como llegó: en voz baja, sin retumbar ni hacer ruido, a los 55 años de una vida que de entrada ya conoció los sopapos: una severa poliomielitis y una hemofilia lo habían puesto muchas veces contra las cuerdas. Pero ni esas caídas ni su cuerpo golpeado le habían quitado romanticismo y esperanza a un cancionero que siempre estuvo más lleno de glicinas que de reproches.
Era el mejor porque le había devuelto al tango su clásico formato de cuento intimista. Entraba como pidiendo permiso y su voz parecía interrumpir la charla. Tímido, sin las mañas y el camelo de tanto cantor prepotente, no sobreactuaba lo canchero ni lo sensiblero. Repasaba las letras como contando una historia conocida y pedía a lo sumo la complicidad emotiva de los que iban de su mano recorriendo el Buenos Aires irreal que sus versos traían y su vida reclamaba.
Lo disfruté cuatro veces -en Casablanca, en Opera Prima, en La Plaza y en El Club del Vino- y las cuatro veces, con su repertorio desconocido, me iluminó el camino por una geografía de añoranzas y emociones. Con esa voz de serenata, con su decir austero y delicado y con un fraseo que sabía donde estaba el énfasis y donde la piedad. Desempolvaba viejas canciones y se burlaba dulcemente de los que trajinan con automatismo los temas de siempre. Cuando la gente lo aplaudía y le pedía "Cambalache", "Naranjo en flor", "Los mareados" o "La última curda", respondía como disculpándose con una sonrisa: "No los sé". Y comentaba con su compañero Antonio Pisano: "Vamos a tener que aprenderlos, Antonito, porque la gente siempre nos pide esos temas".
El repertorio de Cardei estaba hecho de aquellos tangos inocentes del 30 y el cuarenta. Como al itinerario lo fijaban los recuerdos y no las modas, entonces cantaba lo que necesitaba y no lo que le pedían. Y se había detenido en esas décadas porque creía que a partir de allí la mano vino demasiado densa para su espíritu de pibe de barrio. "Después del 40 -reflexionó en una entrevista- llegaron los poetas y los intelectuales y nos enseñaron que para sentir las letras hay que pensarlas. Y yo no quiero que mis tangos hagan pensar, yo necesito emocionarme con el argumento".
Por eso su repertorio bailotea sobre una ciudad y un tiempo que ya no están. "Los cosos de al lao", "Ventarrón", "Charlemos", "Callejón", "Me besó y se fue" son algunos de sus mejores títulos. No hacía Discépolo ni Cátulo, casi ni Manzi. No juzgaba, se limitaba a insinuar que quería contar sólo historias de veredas en este mundo atragantado de pensadores y grandes frases. Y dejaba para otros las quejas, la bajada de línea y el desánimo. Su objetivo no era zamarrear, sino emocionar desde lo más simple. Una voz para escuchar sueños desde una ventana entreabierta, mientras afuera pasaba la pesadilla de la vida.
Durante 25 años cantó en la cantina "Arturito", en Parque Patricios. Siempre junto al fuelle de Antonio Pisano. Los comensales sabían que "ese fascinante rengo" (como lo calificó recientemente la revista Mundo Diplomatique) de voz chiquita, apenas podía con el clima ruidoso de cantina. Una vez fueron a escucharlo los dueños del Foro Gandhi y del Club del Vino. Y lo invitaron a cantar, sin tallarines ni brindis. Fue en los 90 y allí, sí, Cardei pudo tener al fin el marco y el silencio que su talento merecía. Después arañó el pequeño reconocimiento que nunca alcanzó la estatura de suceso.
Mucha gente lo descubrió, grabó el primer CD a mediados de los 90, empezaron a circular sus temas en la radio, llegó al cine junto a Pino Solanas en "La Nube" y se fue haciendo de un grupo de seguidores -pocos, pero buenos- que respondía cuando la enfermedad de Luisito le daba licencia y le dejaba seguir contando sus historias. Siempre con Pisano, ellos dos solos, sin reflectores ni presentadores: Luis apoyándose en algo porque su físico lo exigía. Y Pisano bien cerquita, como el fiel escudero que convirtió a su fuelle en el guardaespaldas dichoso de un cantor de rara sobriedad. No necesitaban nada más. Sus mejores tangos están dichos en voz baja, pero sin exagerar el clima intimista ni la delicadeza, un cantor inclasificable que tenía algo del Angel Vargas barrial, pero que dijo abrevar en Raúl Berón y en Enrique Campos y juró morir de amor cada vez que Gardel le contaba las historias que a él le contaba Lepera.
Murió Luis Cardei y los buenos tangueros lo van a sentir. Porque esa música llena de énfasis y melodrama, tan tentadora para los falsos sufridores, reverenciaba la melancolía pudorosa de un tipo que había llorado tanto que transformó al dolor tanguero en una letanía perfumada y agradecida. "No soy -dijo hace poco, quizá aludiendo al final del Polaco Goyeneche- de los cantores que necesitan golpear el suelo con el pie ni agacharse como si estuviera por cabecear un córner". Lo de él fue siempre lisito, respetuoso, sentido, cálido y sencillo. Un cantor de patio más que de escenario, que supo darle a los recitales tangueros el clima frágil de una recoleta ceremonia para pocos: fugaz, sensible, tímida y galante.
Fuente: http://www.eldia.com.ar/ediciones/20000624/espectaculos1.html
Por ALEJANDRO CASTAÑEDA
Con Luis Cardei se fue el mejor cantante de tangos de los últimos tiempos. Y murió como consecuencia de una hepatitis que no necesitó esforzarse demasiado para aniquilar un físico tan desgastado. Cardei se fue como llegó: en voz baja, sin retumbar ni hacer ruido, a los 55 años de una vida que de entrada ya conoció los sopapos: una severa poliomielitis y una hemofilia lo habían puesto muchas veces contra las cuerdas. Pero ni esas caídas ni su cuerpo golpeado le habían quitado romanticismo y esperanza a un cancionero que siempre estuvo más lleno de glicinas que de reproches.
Era el mejor porque le había devuelto al tango su clásico formato de cuento intimista. Entraba como pidiendo permiso y su voz parecía interrumpir la charla. Tímido, sin las mañas y el camelo de tanto cantor prepotente, no sobreactuaba lo canchero ni lo sensiblero. Repasaba las letras como contando una historia conocida y pedía a lo sumo la complicidad emotiva de los que iban de su mano recorriendo el Buenos Aires irreal que sus versos traían y su vida reclamaba.
Lo disfruté cuatro veces -en Casablanca, en Opera Prima, en La Plaza y en El Club del Vino- y las cuatro veces, con su repertorio desconocido, me iluminó el camino por una geografía de añoranzas y emociones. Con esa voz de serenata, con su decir austero y delicado y con un fraseo que sabía donde estaba el énfasis y donde la piedad. Desempolvaba viejas canciones y se burlaba dulcemente de los que trajinan con automatismo los temas de siempre. Cuando la gente lo aplaudía y le pedía "Cambalache", "Naranjo en flor", "Los mareados" o "La última curda", respondía como disculpándose con una sonrisa: "No los sé". Y comentaba con su compañero Antonio Pisano: "Vamos a tener que aprenderlos, Antonito, porque la gente siempre nos pide esos temas".
El repertorio de Cardei estaba hecho de aquellos tangos inocentes del 30 y el cuarenta. Como al itinerario lo fijaban los recuerdos y no las modas, entonces cantaba lo que necesitaba y no lo que le pedían. Y se había detenido en esas décadas porque creía que a partir de allí la mano vino demasiado densa para su espíritu de pibe de barrio. "Después del 40 -reflexionó en una entrevista- llegaron los poetas y los intelectuales y nos enseñaron que para sentir las letras hay que pensarlas. Y yo no quiero que mis tangos hagan pensar, yo necesito emocionarme con el argumento".
Por eso su repertorio bailotea sobre una ciudad y un tiempo que ya no están. "Los cosos de al lao", "Ventarrón", "Charlemos", "Callejón", "Me besó y se fue" son algunos de sus mejores títulos. No hacía Discépolo ni Cátulo, casi ni Manzi. No juzgaba, se limitaba a insinuar que quería contar sólo historias de veredas en este mundo atragantado de pensadores y grandes frases. Y dejaba para otros las quejas, la bajada de línea y el desánimo. Su objetivo no era zamarrear, sino emocionar desde lo más simple. Una voz para escuchar sueños desde una ventana entreabierta, mientras afuera pasaba la pesadilla de la vida.
Durante 25 años cantó en la cantina "Arturito", en Parque Patricios. Siempre junto al fuelle de Antonio Pisano. Los comensales sabían que "ese fascinante rengo" (como lo calificó recientemente la revista Mundo Diplomatique) de voz chiquita, apenas podía con el clima ruidoso de cantina. Una vez fueron a escucharlo los dueños del Foro Gandhi y del Club del Vino. Y lo invitaron a cantar, sin tallarines ni brindis. Fue en los 90 y allí, sí, Cardei pudo tener al fin el marco y el silencio que su talento merecía. Después arañó el pequeño reconocimiento que nunca alcanzó la estatura de suceso.
Mucha gente lo descubrió, grabó el primer CD a mediados de los 90, empezaron a circular sus temas en la radio, llegó al cine junto a Pino Solanas en "La Nube" y se fue haciendo de un grupo de seguidores -pocos, pero buenos- que respondía cuando la enfermedad de Luisito le daba licencia y le dejaba seguir contando sus historias. Siempre con Pisano, ellos dos solos, sin reflectores ni presentadores: Luis apoyándose en algo porque su físico lo exigía. Y Pisano bien cerquita, como el fiel escudero que convirtió a su fuelle en el guardaespaldas dichoso de un cantor de rara sobriedad. No necesitaban nada más. Sus mejores tangos están dichos en voz baja, pero sin exagerar el clima intimista ni la delicadeza, un cantor inclasificable que tenía algo del Angel Vargas barrial, pero que dijo abrevar en Raúl Berón y en Enrique Campos y juró morir de amor cada vez que Gardel le contaba las historias que a él le contaba Lepera.
Murió Luis Cardei y los buenos tangueros lo van a sentir. Porque esa música llena de énfasis y melodrama, tan tentadora para los falsos sufridores, reverenciaba la melancolía pudorosa de un tipo que había llorado tanto que transformó al dolor tanguero en una letanía perfumada y agradecida. "No soy -dijo hace poco, quizá aludiendo al final del Polaco Goyeneche- de los cantores que necesitan golpear el suelo con el pie ni agacharse como si estuviera por cabecear un córner". Lo de él fue siempre lisito, respetuoso, sentido, cálido y sencillo. Un cantor de patio más que de escenario, que supo darle a los recitales tangueros el clima frágil de una recoleta ceremonia para pocos: fugaz, sensible, tímida y galante.
Fuente: http://www.eldia.com.ar/ediciones/20000624/espectaculos1.html
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