30 de junio de 2000
"Cerrojos", espectáculo compuesto por tres monólogos: "Luisa", de Daniel Veronese; "La mujer sola", de Franca Rame y Darío Fo, y "El nombre", de Griselda Gambaro. Actriz: María Inés Portillo. Escenografía y vestuario: Analía Seghezza. Ayundante de dirección: Ana Sciommarella. Dirección: Hebel Sacomani. Espacio Teatral Del Juglar, calle 59 entre 12 y 13.
Si existe un denominador común entre los tres monólogos que conforman este espectáculo, ése es la soledad existencial de sus protagonistas. María Inés Portillos encarna a tres mujeres -Luisa, Marta y María-, todas ellas frustradas, dependientes y manipuladas; mujeres privadas de identidad, de libertad de opción, condicionadas y digitadas por los otros, con vidas pequeñas, insatisfechas, mediocres e infelices.
En el texto de Veronese, Luisa va al cementerio a visitar la tumba de su madre. Mientras lustra el florerito, le cambia las flores y emprolija la última morada, Luisa Dialoga (o más bien, monologa, como no podía ser de otra manera) con la difunta, dejando traslucir el tipo de vínculo enfermizo que las unía. Todo indica que esta gris mujer, sin prisa y sin pausa y de modo inexorable, tarde o temprano se convertirá en fiel calco de su progenitora, que Dios la tenga en su santa gloria (y no se le ocurra dejarla ir).
Todavía resuenan en los oídos de la pobre Luisa las sabias y sentenciosas palabras de la dulce viejecita: "Luisa, vos nunca vas a ser feliz. Resignáte y sufrí. Vos vas a ser coo yo". Y Luisa, como una nena obediente, se las ingenia para hacerle caso a su mamá, porque para eso hemos sido criadas las hijas mujeres, para hacer caso: a la mamá, al papá, a la señorita maestra, a la señora directora, al novio, al jefe, al marido, a la suegra, a los hijos, a las nueras a los nietos. Hacerle caso a todo el mundo (menos a una misma, claro está). Hacer buena letra) (gótica, preferentemente), no sea cosa que a una la tilden de oveja negra, y le propinen un chás chás en la colita.
Pero esta vez Luisa va s sorprender a su mamá. Resulta que Agustín, ese muchacho que le arrastraba el ala y que la dejó plantada (como se lo había advertido su agorera mamita), reaparece tras 12 años de misteriosa ausencia. Y si bien no vino para quedarse, le develará un enigma a la pobre Luisa que compensará tanta angustiosa espera.
En el monólogo de Rame-Fo -el más potente de los tres- la protagonista es Marta, una mujer que vive literalmente encerrada en su casa (y no por propia voluntad), aturdiéndose con la música a todo lo que da, siempre con el televisor encendido (cuando más barullo haya afuera, menos se percibe la turbulencia interna, escapándole (aunque no del todo) a la mano larga de su cuñado tullido, hablando sola (por dentor, para que nadie se entere) o con alguna vecina que se asome a la ventana.
Eso sí: su marido -el carcelero- no le hace faltar nada: Marta tiene todos los electrodomésticos habidos y por haber. Es tan considerado el bueno de Antonio que hasta le hace los mandados, para que ella no tenga que salir. La controla por teléfono, no sea cosa que se le dé otra vez por hacer alguna pavada, como tomar pastillas o cortarse las venas. La tiene castigada porque Marta tuvo un desliz, y lo está pagando caro. Pero gracias a esa aventura, ella conoció el éxtasis, y ¿quién le quita lo bailado?. Al menos, por una vez en la vida, paladeó el elixir de amor, que nada tiene que ver con el tetrabrik ordinario que le obliga a tomar su marido.
En el texto de Griselda Gambaro, María Inés Portillo es simplemente María, una muchacha provinciana que trabaja de doméstica, y a quien sus patronas se empecinan en cambiarle el nombre. María es descartable: cuando no se requiere más de sus servicios, se la echa a la calle como a un trapo viejo. Lo malo es que la pobra se encariña con la gente que cuida, ya sean chicos o ancianos. Pero ¿a quién le puede importar los sentimientos de una sirvientita? Bastante que le dan comida y una piecita sin ventana. ¿Qué más quiere? Si termina sola como un perro, desvariando a la intemperie como una demente, la culpa es de ella, por involucrarse. Ahora lo único que le preocupa a María es recuperar su nombre, aquel que perdió cando vino a la gran ciudad. Tal vez el río se lo devuelva...
María Inés Portillo, actriz de enormes recursos, notables ductilidad y fina sensibilidad, compone tres criaturas perfectamente diferenciadas, cada una con su particular perfil psicológico, su actitud corporal, su modo de hablar; cada una con su gestualidad, su andar, su apariencia física, su mundo interior. De la tímida, introvertida y acomplejada Luisa, pasa a la sansual, verborrágica y expansiva Marta, para finalizar con María, la imagen misma del abandono y del desamparo. Entre cuadro y cuadro, mientras la actriz se cambia en escena, se oyen canciones infantiles que -vistas a la distancia- parecen encerrar sutiles mandatos encubiertos: "Déjenla sola, solita y sola"...
La dirección de Hebel Sacomani es una pieza clave para que este engranaje funcione aceitadamente. Eso se percibe en las marcaciones precisas, en los tonos contrastantes, en el dinamismo de la puesta, en el uso integral del espacio, en la alternancia de los climas. Hay un par de escenas en las que la actriz habla de espaldas al público que son un verdadero alarde.
El bien elegido vestuario de Analía Seghezza y los funcionales e ingeniosos elementos escenográficos ideados por Ana María Sciommarella, guardan armónica relación con una puesta en escena deliberadametne despojada, en la que nada distrae de la maratónica labor actoral.
"Cerrojos": tres mujeres cautivas de su historia, de su entorno y de sí mismas.
Fuente: http://www.eldia.com.ar/ediciones/20000630/espectaculos10.html
"Cerrojos", espectáculo compuesto por tres monólogos: "Luisa", de Daniel Veronese; "La mujer sola", de Franca Rame y Darío Fo, y "El nombre", de Griselda Gambaro. Actriz: María Inés Portillo. Escenografía y vestuario: Analía Seghezza. Ayundante de dirección: Ana Sciommarella. Dirección: Hebel Sacomani. Espacio Teatral Del Juglar, calle 59 entre 12 y 13.
Si existe un denominador común entre los tres monólogos que conforman este espectáculo, ése es la soledad existencial de sus protagonistas. María Inés Portillos encarna a tres mujeres -Luisa, Marta y María-, todas ellas frustradas, dependientes y manipuladas; mujeres privadas de identidad, de libertad de opción, condicionadas y digitadas por los otros, con vidas pequeñas, insatisfechas, mediocres e infelices.
En el texto de Veronese, Luisa va al cementerio a visitar la tumba de su madre. Mientras lustra el florerito, le cambia las flores y emprolija la última morada, Luisa Dialoga (o más bien, monologa, como no podía ser de otra manera) con la difunta, dejando traslucir el tipo de vínculo enfermizo que las unía. Todo indica que esta gris mujer, sin prisa y sin pausa y de modo inexorable, tarde o temprano se convertirá en fiel calco de su progenitora, que Dios la tenga en su santa gloria (y no se le ocurra dejarla ir).
Todavía resuenan en los oídos de la pobre Luisa las sabias y sentenciosas palabras de la dulce viejecita: "Luisa, vos nunca vas a ser feliz. Resignáte y sufrí. Vos vas a ser coo yo". Y Luisa, como una nena obediente, se las ingenia para hacerle caso a su mamá, porque para eso hemos sido criadas las hijas mujeres, para hacer caso: a la mamá, al papá, a la señorita maestra, a la señora directora, al novio, al jefe, al marido, a la suegra, a los hijos, a las nueras a los nietos. Hacerle caso a todo el mundo (menos a una misma, claro está). Hacer buena letra) (gótica, preferentemente), no sea cosa que a una la tilden de oveja negra, y le propinen un chás chás en la colita.
Pero esta vez Luisa va s sorprender a su mamá. Resulta que Agustín, ese muchacho que le arrastraba el ala y que la dejó plantada (como se lo había advertido su agorera mamita), reaparece tras 12 años de misteriosa ausencia. Y si bien no vino para quedarse, le develará un enigma a la pobre Luisa que compensará tanta angustiosa espera.
En el monólogo de Rame-Fo -el más potente de los tres- la protagonista es Marta, una mujer que vive literalmente encerrada en su casa (y no por propia voluntad), aturdiéndose con la música a todo lo que da, siempre con el televisor encendido (cuando más barullo haya afuera, menos se percibe la turbulencia interna, escapándole (aunque no del todo) a la mano larga de su cuñado tullido, hablando sola (por dentor, para que nadie se entere) o con alguna vecina que se asome a la ventana.
Eso sí: su marido -el carcelero- no le hace faltar nada: Marta tiene todos los electrodomésticos habidos y por haber. Es tan considerado el bueno de Antonio que hasta le hace los mandados, para que ella no tenga que salir. La controla por teléfono, no sea cosa que se le dé otra vez por hacer alguna pavada, como tomar pastillas o cortarse las venas. La tiene castigada porque Marta tuvo un desliz, y lo está pagando caro. Pero gracias a esa aventura, ella conoció el éxtasis, y ¿quién le quita lo bailado?. Al menos, por una vez en la vida, paladeó el elixir de amor, que nada tiene que ver con el tetrabrik ordinario que le obliga a tomar su marido.
En el texto de Griselda Gambaro, María Inés Portillo es simplemente María, una muchacha provinciana que trabaja de doméstica, y a quien sus patronas se empecinan en cambiarle el nombre. María es descartable: cuando no se requiere más de sus servicios, se la echa a la calle como a un trapo viejo. Lo malo es que la pobra se encariña con la gente que cuida, ya sean chicos o ancianos. Pero ¿a quién le puede importar los sentimientos de una sirvientita? Bastante que le dan comida y una piecita sin ventana. ¿Qué más quiere? Si termina sola como un perro, desvariando a la intemperie como una demente, la culpa es de ella, por involucrarse. Ahora lo único que le preocupa a María es recuperar su nombre, aquel que perdió cando vino a la gran ciudad. Tal vez el río se lo devuelva...
María Inés Portillo, actriz de enormes recursos, notables ductilidad y fina sensibilidad, compone tres criaturas perfectamente diferenciadas, cada una con su particular perfil psicológico, su actitud corporal, su modo de hablar; cada una con su gestualidad, su andar, su apariencia física, su mundo interior. De la tímida, introvertida y acomplejada Luisa, pasa a la sansual, verborrágica y expansiva Marta, para finalizar con María, la imagen misma del abandono y del desamparo. Entre cuadro y cuadro, mientras la actriz se cambia en escena, se oyen canciones infantiles que -vistas a la distancia- parecen encerrar sutiles mandatos encubiertos: "Déjenla sola, solita y sola"...
La dirección de Hebel Sacomani es una pieza clave para que este engranaje funcione aceitadamente. Eso se percibe en las marcaciones precisas, en los tonos contrastantes, en el dinamismo de la puesta, en el uso integral del espacio, en la alternancia de los climas. Hay un par de escenas en las que la actriz habla de espaldas al público que son un verdadero alarde.
El bien elegido vestuario de Analía Seghezza y los funcionales e ingeniosos elementos escenográficos ideados por Ana María Sciommarella, guardan armónica relación con una puesta en escena deliberadametne despojada, en la que nada distrae de la maratónica labor actoral.
"Cerrojos": tres mujeres cautivas de su historia, de su entorno y de sí mismas.
Fuente: http://www.eldia.com.ar/ediciones/20000630/espectaculos10.html
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