Parecía cosa del pasado, pero en las últimas décadas se revitalizó, con nuevas creaciones y mucho público
Viernes 22 de octubre de 2010 | Publicado en edición impresa
Por Pablo Gianera
LA NACION
De todos los ruidos conocidos por el hombre, la ópera es el más caro". La frase no fue dicha por un filisteo ni por un político ávido por recortar el presupuesto cultural; tampoco corresponde al siglo XXI. La observación se le atribuye al escritor Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Molière, y por lo tanto, al siglo XVII, el mismo en que, puede acordarse, empezó el género lírico tal como lo conocemos ahora. Allí aparecen las objeciones que se reiteran desde hace cuatrocientos años: la presunta estridencia, el costo y el artificio. El derecho de la ópera a la existencia estuvo siempre en duda. Aun así, cuanto más parece ser dada por muerta, más parece la ópera ofrecerse a la reinvención, como si la impugnación fuera funcional a su subsistencia.
Mucho tiempo después de la invectiva insidiosa de Molière, en 1936, el compositor Ernst Krenek, autor en la década de 1920 de Jonny spielt auf, obra exitosísima en su momento que cayó luego en el olvido y terminó finalmente recuperada, escribió un artículo que tituló "¿Es posible todavía hoy la ópera?". Krenek razonaba en ese texto que la causa por la que la ópera había sido enjuiciada una y otra vez era su condición artificial. Más allá de cualquier otra consideración, el hecho mismo del canto constituye una escandalosa variedad del artificio.
Antes de Krenek, casi en el cambio del siglo XVIII al XIX, Goethe había llegado a la misma justificación. En "Verdad y verosimilitud en las obras de arte", Goethe enfrenta a dos personajes. Hay un "Espectador" despechado que objeta la inverosimilitud de una escenografía de ópera en la que se ve un palco con público pintado, a quien "El abogado del artista", el otro interlocutor, opone la siguiente observación: "Refutábamos que a la ópera pudiera atribuirse una especie de verdad; sosteníamos que en modo alguno representa verosímilmente aquello que imita. ¿Podemos, empero, negarle una verdad interior que resulte de la consecuencia misma de la obra de arte?". Posiblemente, ahí reside la explicación: lo que parece artificio es verdad interior. Innumerables son las convenciones que la ópera nos obliga a aceptar. Tal vez por eso Theodor W. Adorno escribió que, cuanto más cerca estaba de su propia parodia, más se aproximaba la ópera a su elemento más propio. Según el filósofo, sería adecuado interpretar la ópera como la forma que, en un mundo desencantado, trata paradójicamente de conservar con sus medios el elemento mágico del arte.
La pregunta podría ser entonces: ¿cuánto artificio podemos tolerar? Quizás, de las distintas respuestas a esa pregunta esté hecha, entre otras cosas, la historia entera de la ópera.
Escenas
No es fácil la tarea actual del director de escena operístico. Por un lado, debe preservar visualmente ese núcleo artificial del género, el cartón pintado que no llega a ser símbolo: después de todo, cualquier chico se sentiría estafado si no ve una serpiente colosal en el principio de La flauta mágica de Mozart. Queda sin embargo otra dificultad: el desajuste entre la inmovilidad musical de un lenguaje históricamente fechado y una escenificación que tendría como correspondencia de época otra música. Ese divorcio es aparente. Los radicales y ya un poco avejentados experimentos con la escenografía y el vestuario que el régisseur Peter Sellars realizó en la década de 1980 con las tres óperas de Mozart con libreto de Da Ponte buscan una fricción entre música, texto y puesta: así, por ejemplo, las dos parejas de Così fan tutte aparecen en un bar norteamericano y Don Giovanni, en Harlem. En su libro Sobre el estilo tardío, Edward Said encontró en el revisionismo de Sellars un antídoto contra el verosímil convencional de la ópera verista. En verdad, las ambientaciones son poéticas o metafóricas: "Desde un punto de vista cultural, tomarse libertades es justamente lo que hacen las óperas, lo que Sellars realizó en su visión de las tres óperas fue el examen extraordinariamente microscópico de la crueldad social que Mozart acometió".
Pero, desde entonces, la senda de Sellars fue muy transitada, y si bien entronizó la figura del régisseur quizás más de lo conveniente (ver aparte la opinión del director Myung-whun Chung), acercó a otros públicos al repertorio tradicional. Entre los directores de escena más irreverentes está sin duda el español Calixto Bieito, que busca siempre la máxima crudeza; últimamente provocó un pequeño escándalo con su puesta de Aida de Verdi en Basilea. Katharina Wagner, en el mismísimo escenario de Bayreuth que creó su bisabuelo Richard, presentó en 2007 una puesta de Los maestros cantores de Núremberg en la que Hans Sachs era un anarquista, los coros llevaban en la cabeza latas de sopa Campbell?s y el jurado aparecía en calzoncillos. Para rematar esta importación de la cultura de masas en el mundo de los minnesinger, todo se resolvía hacia el final en una especie de reality al estilo American Idol (¿pretendería la regisseur que tomáramos a Simon como un álter ego Beckmesser?). Los asistentes no respetaron el derecho de sangre artístico que asistía a la bisnieta y la abuchearon fervorosamente. Sin embargo, el 27 de julio del año siguiente, la puesta fue transmitida por Internet en un webcast.
Los nuevos, los raros
Por la misma época en que, empujado por los medios masivos, el star system de las divas y los divos había alcanzado su cenit, los compositores menos dispuestos a la complacencia le dieron la espalda a la ópera. A diferencia de un poema o de un cuarteto de cuerdas, que pueden existir por sí mismos, cualquier obra que se haga para la escena no puede desentenderse del público. Luego, sin embargo, se descubrió que la ópera, esa forma burguesa y decadente, podía cumplir una misión política (basta pensar en Intolleranza 1960, de Luigi Nono), que su forma impura no conspiraba necesariamente contra la autonomía y que su decadencia misma podía ser su asunto, como en la paródica Satyricon de Bruno Maderna, o, de otra manera, en El Gran Macabro (1978), en la que György Ligeti condensó en dos actos la historia del género y la crítica de esa historia. Durante los mismos años, Olivier Messiaen escribió el que acaso sea uno de los últimos monumentos del género, San Francisco de Asís, que resultó también el testamento musical del compositor. Ninguno de estos dos títulos se vio todavía en Buenos Aires.
La ópera se adaptó a todos los lenguajes, o tal vez fue al revés: los lenguajes se aclimataron a la ópera. La impureza propia de la ópera, mezcla de música, teatro y literatura, la vuelve propicia para las tentativas experimentales. Dicho de otra manera: no hay una sola y única combinación que defina al género lírico y, por lo tanto, mientras persistan en distintos grados algunos de esos elementos, aquello que resulte podrá seguir llamándose "ópera". Mauricio Kagel, por ejemplo, que además de escribir música se dedicó al cine, decía que sus películas eran sus óperas. Las dos primeras series de las Europeras de John Cage generalizaban a los elementos del género (trama, iluminación, vestuario, marcación escénica) los principios de indeterminación que el compositor había usado ya en obras puramente instrumentales. Compositores tan diferentes como Pascal Dusapin, Iannis Xenakis y Salvatore Sciarrino encontraron maneras personales de trabajar con los protocolos del género. De hecho, continuamente se estrenan óperas. Hace unos días, por ejemplo, el holandés Michel van der Aa compuso en menos de un día una ópera de un minuto para televisión sobre los mineros chilenos, que ya puede verse on line cantada por la mezzosoprano Tania Kross. Sin duda, el streaming abrió posibilidades inusitadas de difusión y acaso con el tiempo influya en la invención. También fueron cambiando la recepción de las óperas, como ocurre desde no hace mucho con la proyección en HD de las producciones de la Metropolitan Opera House de Nueva York. Mañana, sábado, se verá Boris Godunov de Mussorgski con dirección de Valery Gergiev (hay que hacer reservas en esta dirección: comunicacion@fundacionbeethoven.com.ar).
La renovación llegó asimismo al frente local. Después de La ciudad ausente y de Liederkreis, de Gerardo Gandini, y de Fuego en Casabindo de Virtú Maragno, dos óperas relativamente recientes de maestros argentinos que conversaban cara a cara con la gran tradición lírica, muchos compositores más jóvenes decidieron escribir óperas. Varias de ellas se estrenaron en el Centro de Experimentación del Teatro Colón (Cetc). Marcelo Toledo presentó allí La selva interior; Oscar Edelstein, Eterna flotación. Los monstruito (sobre un poema de Fogwill), y Marcelo Delgado, Anna O., que aprovechaba el espacio y desplegaba la acción en distintos escenarios del sótano del Colón. En diciembre, Delgado, que el año pasado mostró El matadero en el Centro Cultural Ricardo Rojas, estrenará El Aparecido, con dramaturgia y libreto de Emilio García Wehbi. Radicado en Europa, Oscar Strasnoy es uno de los compositores argentinos más interesados por el género. Es autor de Geschichte, una opereta a capella y Fábula, ópera "de bolsillo" para contratenor y viola d?amore. En 2009 estrenó Le bal, sobre la novela homónima de Irène Némirovsky, en la Ópera de Hamburgo; este año, El regreso (con libreto de Alberto Manguel) y el 5 del mes que viene, el Théâtre de Cornouaille, en Quimper, pondrá su Cachafaz, basada en la obra de Copi.
Por su lado, el Centro de Experimentación y Creación del Teatro Argentino de La Plata (Tacec) presentó en marzo El gran teatro de Oklahoma, de Marcos Franciosi; hace dos semanas, Baltasar de Claudio Baroni, y para noviembre está previsto el estreno de Incursión. Tema: Fausto, obra en la que Martín Bauer propone una relación verticalmente especular con la sala principal: mientras en la Ginastera se represente el Fausto de Gounod, punto de partida del poema de Estanislao del Campo, en el Tacec se podrá ver la ópera de Bauer, en la que intervendrán, en la lectura de textos críticos, Beatriz Sarlo, Edgardo Cozarinsky, Tomás Abraham y Noé Jitrik. Algo parecido había ocurrido en el Colón en 2005, cuando la puesta de La zapatera prodigiosa de Juan José Castro coincidió con otra Zapatera en tamaño reducido de Delgado en el Cetc. Y ya en la sala principal se estrenó este año Ainadamar, de Osvaldo Golijov. A esto debería agregarse el reciente encargo de una pieza de teatro musical a varios compositores argentinos que realizó este año el Centro Nacional de la Música y cuyos resultados empezaran a conocerse en 2011.
Una vez, Borges le preguntó al ensayista Pedro Henríquez Ureña si le gustaban las fábulas. "No tengo nada en contra de los géneros", respondió el otro. Algo parecido pasa con la ópera. No se tiene nada en contra del género, pero aquello que a uno le gusta son algunas, sólo algunas, óperas. En la década de 1940, se había calculado la existencia de más de 28 mil óperas. Casi todas, seguramente con justicia, han sido olvidadas, pero las pocas que quedaron justifican el género. Podría decirse que no hay óperas sin encargos, y el encargo provoca ya una primera tensión, anterior a las tensiones que definen internamente a la ópera: la pugna entre lo pedido, lo esperado y lo compuesto. Si las óperas, las pasadas y las presentes, siguen interpelando, es porque son un pequeño campo de batalla simbólico.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1317235
Viernes 22 de octubre de 2010 | Publicado en edición impresa
Por Pablo Gianera
LA NACION
De todos los ruidos conocidos por el hombre, la ópera es el más caro". La frase no fue dicha por un filisteo ni por un político ávido por recortar el presupuesto cultural; tampoco corresponde al siglo XXI. La observación se le atribuye al escritor Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Molière, y por lo tanto, al siglo XVII, el mismo en que, puede acordarse, empezó el género lírico tal como lo conocemos ahora. Allí aparecen las objeciones que se reiteran desde hace cuatrocientos años: la presunta estridencia, el costo y el artificio. El derecho de la ópera a la existencia estuvo siempre en duda. Aun así, cuanto más parece ser dada por muerta, más parece la ópera ofrecerse a la reinvención, como si la impugnación fuera funcional a su subsistencia.
Mucho tiempo después de la invectiva insidiosa de Molière, en 1936, el compositor Ernst Krenek, autor en la década de 1920 de Jonny spielt auf, obra exitosísima en su momento que cayó luego en el olvido y terminó finalmente recuperada, escribió un artículo que tituló "¿Es posible todavía hoy la ópera?". Krenek razonaba en ese texto que la causa por la que la ópera había sido enjuiciada una y otra vez era su condición artificial. Más allá de cualquier otra consideración, el hecho mismo del canto constituye una escandalosa variedad del artificio.
Antes de Krenek, casi en el cambio del siglo XVIII al XIX, Goethe había llegado a la misma justificación. En "Verdad y verosimilitud en las obras de arte", Goethe enfrenta a dos personajes. Hay un "Espectador" despechado que objeta la inverosimilitud de una escenografía de ópera en la que se ve un palco con público pintado, a quien "El abogado del artista", el otro interlocutor, opone la siguiente observación: "Refutábamos que a la ópera pudiera atribuirse una especie de verdad; sosteníamos que en modo alguno representa verosímilmente aquello que imita. ¿Podemos, empero, negarle una verdad interior que resulte de la consecuencia misma de la obra de arte?". Posiblemente, ahí reside la explicación: lo que parece artificio es verdad interior. Innumerables son las convenciones que la ópera nos obliga a aceptar. Tal vez por eso Theodor W. Adorno escribió que, cuanto más cerca estaba de su propia parodia, más se aproximaba la ópera a su elemento más propio. Según el filósofo, sería adecuado interpretar la ópera como la forma que, en un mundo desencantado, trata paradójicamente de conservar con sus medios el elemento mágico del arte.
La pregunta podría ser entonces: ¿cuánto artificio podemos tolerar? Quizás, de las distintas respuestas a esa pregunta esté hecha, entre otras cosas, la historia entera de la ópera.
Escenas
No es fácil la tarea actual del director de escena operístico. Por un lado, debe preservar visualmente ese núcleo artificial del género, el cartón pintado que no llega a ser símbolo: después de todo, cualquier chico se sentiría estafado si no ve una serpiente colosal en el principio de La flauta mágica de Mozart. Queda sin embargo otra dificultad: el desajuste entre la inmovilidad musical de un lenguaje históricamente fechado y una escenificación que tendría como correspondencia de época otra música. Ese divorcio es aparente. Los radicales y ya un poco avejentados experimentos con la escenografía y el vestuario que el régisseur Peter Sellars realizó en la década de 1980 con las tres óperas de Mozart con libreto de Da Ponte buscan una fricción entre música, texto y puesta: así, por ejemplo, las dos parejas de Così fan tutte aparecen en un bar norteamericano y Don Giovanni, en Harlem. En su libro Sobre el estilo tardío, Edward Said encontró en el revisionismo de Sellars un antídoto contra el verosímil convencional de la ópera verista. En verdad, las ambientaciones son poéticas o metafóricas: "Desde un punto de vista cultural, tomarse libertades es justamente lo que hacen las óperas, lo que Sellars realizó en su visión de las tres óperas fue el examen extraordinariamente microscópico de la crueldad social que Mozart acometió".
Pero, desde entonces, la senda de Sellars fue muy transitada, y si bien entronizó la figura del régisseur quizás más de lo conveniente (ver aparte la opinión del director Myung-whun Chung), acercó a otros públicos al repertorio tradicional. Entre los directores de escena más irreverentes está sin duda el español Calixto Bieito, que busca siempre la máxima crudeza; últimamente provocó un pequeño escándalo con su puesta de Aida de Verdi en Basilea. Katharina Wagner, en el mismísimo escenario de Bayreuth que creó su bisabuelo Richard, presentó en 2007 una puesta de Los maestros cantores de Núremberg en la que Hans Sachs era un anarquista, los coros llevaban en la cabeza latas de sopa Campbell?s y el jurado aparecía en calzoncillos. Para rematar esta importación de la cultura de masas en el mundo de los minnesinger, todo se resolvía hacia el final en una especie de reality al estilo American Idol (¿pretendería la regisseur que tomáramos a Simon como un álter ego Beckmesser?). Los asistentes no respetaron el derecho de sangre artístico que asistía a la bisnieta y la abuchearon fervorosamente. Sin embargo, el 27 de julio del año siguiente, la puesta fue transmitida por Internet en un webcast.
Los nuevos, los raros
Por la misma época en que, empujado por los medios masivos, el star system de las divas y los divos había alcanzado su cenit, los compositores menos dispuestos a la complacencia le dieron la espalda a la ópera. A diferencia de un poema o de un cuarteto de cuerdas, que pueden existir por sí mismos, cualquier obra que se haga para la escena no puede desentenderse del público. Luego, sin embargo, se descubrió que la ópera, esa forma burguesa y decadente, podía cumplir una misión política (basta pensar en Intolleranza 1960, de Luigi Nono), que su forma impura no conspiraba necesariamente contra la autonomía y que su decadencia misma podía ser su asunto, como en la paródica Satyricon de Bruno Maderna, o, de otra manera, en El Gran Macabro (1978), en la que György Ligeti condensó en dos actos la historia del género y la crítica de esa historia. Durante los mismos años, Olivier Messiaen escribió el que acaso sea uno de los últimos monumentos del género, San Francisco de Asís, que resultó también el testamento musical del compositor. Ninguno de estos dos títulos se vio todavía en Buenos Aires.
La ópera se adaptó a todos los lenguajes, o tal vez fue al revés: los lenguajes se aclimataron a la ópera. La impureza propia de la ópera, mezcla de música, teatro y literatura, la vuelve propicia para las tentativas experimentales. Dicho de otra manera: no hay una sola y única combinación que defina al género lírico y, por lo tanto, mientras persistan en distintos grados algunos de esos elementos, aquello que resulte podrá seguir llamándose "ópera". Mauricio Kagel, por ejemplo, que además de escribir música se dedicó al cine, decía que sus películas eran sus óperas. Las dos primeras series de las Europeras de John Cage generalizaban a los elementos del género (trama, iluminación, vestuario, marcación escénica) los principios de indeterminación que el compositor había usado ya en obras puramente instrumentales. Compositores tan diferentes como Pascal Dusapin, Iannis Xenakis y Salvatore Sciarrino encontraron maneras personales de trabajar con los protocolos del género. De hecho, continuamente se estrenan óperas. Hace unos días, por ejemplo, el holandés Michel van der Aa compuso en menos de un día una ópera de un minuto para televisión sobre los mineros chilenos, que ya puede verse on line cantada por la mezzosoprano Tania Kross. Sin duda, el streaming abrió posibilidades inusitadas de difusión y acaso con el tiempo influya en la invención. También fueron cambiando la recepción de las óperas, como ocurre desde no hace mucho con la proyección en HD de las producciones de la Metropolitan Opera House de Nueva York. Mañana, sábado, se verá Boris Godunov de Mussorgski con dirección de Valery Gergiev (hay que hacer reservas en esta dirección: comunicacion@fundacionbeethoven.com.ar).
La renovación llegó asimismo al frente local. Después de La ciudad ausente y de Liederkreis, de Gerardo Gandini, y de Fuego en Casabindo de Virtú Maragno, dos óperas relativamente recientes de maestros argentinos que conversaban cara a cara con la gran tradición lírica, muchos compositores más jóvenes decidieron escribir óperas. Varias de ellas se estrenaron en el Centro de Experimentación del Teatro Colón (Cetc). Marcelo Toledo presentó allí La selva interior; Oscar Edelstein, Eterna flotación. Los monstruito (sobre un poema de Fogwill), y Marcelo Delgado, Anna O., que aprovechaba el espacio y desplegaba la acción en distintos escenarios del sótano del Colón. En diciembre, Delgado, que el año pasado mostró El matadero en el Centro Cultural Ricardo Rojas, estrenará El Aparecido, con dramaturgia y libreto de Emilio García Wehbi. Radicado en Europa, Oscar Strasnoy es uno de los compositores argentinos más interesados por el género. Es autor de Geschichte, una opereta a capella y Fábula, ópera "de bolsillo" para contratenor y viola d?amore. En 2009 estrenó Le bal, sobre la novela homónima de Irène Némirovsky, en la Ópera de Hamburgo; este año, El regreso (con libreto de Alberto Manguel) y el 5 del mes que viene, el Théâtre de Cornouaille, en Quimper, pondrá su Cachafaz, basada en la obra de Copi.
Por su lado, el Centro de Experimentación y Creación del Teatro Argentino de La Plata (Tacec) presentó en marzo El gran teatro de Oklahoma, de Marcos Franciosi; hace dos semanas, Baltasar de Claudio Baroni, y para noviembre está previsto el estreno de Incursión. Tema: Fausto, obra en la que Martín Bauer propone una relación verticalmente especular con la sala principal: mientras en la Ginastera se represente el Fausto de Gounod, punto de partida del poema de Estanislao del Campo, en el Tacec se podrá ver la ópera de Bauer, en la que intervendrán, en la lectura de textos críticos, Beatriz Sarlo, Edgardo Cozarinsky, Tomás Abraham y Noé Jitrik. Algo parecido había ocurrido en el Colón en 2005, cuando la puesta de La zapatera prodigiosa de Juan José Castro coincidió con otra Zapatera en tamaño reducido de Delgado en el Cetc. Y ya en la sala principal se estrenó este año Ainadamar, de Osvaldo Golijov. A esto debería agregarse el reciente encargo de una pieza de teatro musical a varios compositores argentinos que realizó este año el Centro Nacional de la Música y cuyos resultados empezaran a conocerse en 2011.
Una vez, Borges le preguntó al ensayista Pedro Henríquez Ureña si le gustaban las fábulas. "No tengo nada en contra de los géneros", respondió el otro. Algo parecido pasa con la ópera. No se tiene nada en contra del género, pero aquello que a uno le gusta son algunas, sólo algunas, óperas. En la década de 1940, se había calculado la existencia de más de 28 mil óperas. Casi todas, seguramente con justicia, han sido olvidadas, pero las pocas que quedaron justifican el género. Podría decirse que no hay óperas sin encargos, y el encargo provoca ya una primera tensión, anterior a las tensiones que definen internamente a la ópera: la pugna entre lo pedido, lo esperado y lo compuesto. Si las óperas, las pasadas y las presentes, siguen interpelando, es porque son un pequeño campo de batalla simbólico.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1317235
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