Una entrevista con uno de los exponentes más sólidos de la expresión teatral actual y una evidencia contundente de la profundidad que esta ha alcanzado en la Argentina en los últimos 20 años.
Por:
Jorge Dubatti
Los dos espectáculos que Rafael Spregelburd tiene hoy en cartel manifiestan el grado de perfección al que ha llegado su teatro. Todo, en la Sala Beckett, y Apátrida, doscientos años y algunos meses, en El Extranjero, agotan sus entradas todas las funciones.
Con apenas 40 años, unas 50 obras escritas y muchísimos premios, Spregelburd sobresale por la originalidad de sus estructuras poéticas, la profundidad de los temas que encara y, especialmente, por su potente teatralidad. Le pertenecen la dramaturgia y la dirección, y además actúa en ambas piezas, acompañado en la primera por los miembros de la Compañía El Patrón Vázquez (Andrea Garrote, Mónica Raiola, Pablo Seijo, Alberto Suárez), y en la segunda por el músico Federico Zypce.
Asomarse a su universo teatral, que conecta la Argentina con el mundo, es una propuesta fascinante, en el cruce del arte con la filosofía y la política. “Todo nació como un proyecto de texto comisionado por el teatro Schaubühne, de Berlín, para su festival Digging Deep and Getting Dirty, algo así como Escarbar y enchastrarse –explica Spregelburd–. El festival tuvo lugar en marzo de 2009 y hacía foco en la cuestión de las grandes ‘Zusammenbrechende Ideologien’ o ‘ideologías en derrumbe’. El motivo de calendario no podía ser más conciso: la conmemoración de los 20 años de la caída del Muro. Fuimos cinco los autores involucrados: Dorota Mastowska (Varsovia), Marius von Mayenburg (Berlín), Mak Ravenhill (Londres), Yael Ronen (Tel Aviv, Israel y Palestina) y yo. Los procesos políticos en cada contexto diferían enormemente, si bien todos los países se han visto influidos por macroprocesos de índole global. La caída del Muro, en ese sentido, funcionaba como un imán invisible y siempre presente en las preguntas sobre crisis de las ideologías en Occidente.”
–¿Cómo resolviste el encargo desde nuestra realidad?
–Si bien yo tenía claro que había algunas preguntas insoslayables por contestar, me resultaba un poco incómodo el descomunal abismo entre centro y periferia. Supongo que, con todas las libertades garantizadas por un teatro que se caracteriza por dar rienda suelta a la imaginación de sus autores, lo que me incomodaba era la unidireccionalidad del asunto. Claro, Alemania tiene el dinero para este tipo de proyectos. Puede entonces ofrecerse como un centro, como una fuente de inspiración y reflexión sobre asuntos de los más variados. Nosotros seremos siempre periferia. Así, la pregunta “¿Qué estaba pasando en tu país mientras en Alemania se caía el Muro?” no parecería tener equivalente posible en un encargo que hiciéramos desde Buenos Aires a cinco autores de la orbe, pidiéndoles que escribieran, por ejemplo, “¿Qué pasaba en tu país en diciembre de 2001, mientras la Argentina se disolvía en caos?”
–Todo habla sobre la burocracia, el negocio del arte y el miedo.
–En cada uno de los tres relatos de la obra desarrollo un posible “tema”, enunciado en primer plano por un sistema de títulos. Estos tres temas –y su desarrollo y derivaciones narrativas– tienen la forma de interrogantes: ¿Por qué todo Estado deviene burocracia? ¿Por qué todo arte deviene negocio? ¿Por qué toda religión deviene superstición? Las tres fábulas son un poco independientes, pero no lo suficiente como para garantizar calma: comparten algunos personajes, que se arrastran de una a otra para servir de nexos dramáticos, y diluir así la fuerte impronta discursiva del tema sobre el cual gira el espectáculo: la afirmación de ideas. El espectáculo abreva en fuentes filosóficas, es evidente la presencia de Lacan, de Slavoj Žižek, y el espectador es sometido a escuchar razonamientos más o menos lógicos, más o menos falaces, pero es la traducción de estas ideas en situación teatral la que mueve mi entusiasmo como autor y director.
–¿Cómo resumirías esas situaciones?
–En la primera, unos coloridos burócratas deciden quemar la oficina en la que acumulan papeles sacrosantos, pero nunca comprenderán muy bien por qué. En la segunda, una fiesta de Navidad se convierte en una trampa mortal y filosófica para una familia sin mucho que celebrar. En la tercera, un bebé enfermo durante una tormenta desata todos los terrores ancestrales, inexplicables, que no caben en las palabras. Como las cucarachas. Si la historia es efectivamente un “proceso sin sujeto”, ¿qué hacen los sujetos con su experiencia personal? ¿Dónde la guardan?
–Las tres historias incluyen un narrador y proyección de imágenes.
–El texto se estructura a partir de un procedimiento específico que tiene que ver con mis recientes relaciones con el cine: montaje, voz en off, subtitulados, son todos recursos que he venido explorando recientemente con genuina curiosidad. Trabajo con la distorsión de los criterios narrativos de este procedimiento cuando se aplican en teatro. El arte de construir teatro cuando la solicitud es tan evidentemente dirigida a una verdad, o suposición que le es previa, radica –creo yo– en la manera de hibridizar estos enunciados hasta presentarlos de manera nueva, desconocida, y ambigua. Es un modo de trabajo que conozco bien y que está muy extendido en Buenos Aires, si bien para la Europa central, más acostumbrada a un teatro didáctico de tesis informativa, sigue revistiendo un carácter más bien exótico. Todo es muchas obras al mismo tiempo. Esta ilusión es producto de la convivencia perniciosa de reglas contradictorias en el seno de su composición.
–¿Cómo surgió la escritura de Apátrida?
–El estímulo fue nuevamente un intercambio extranjero. Esta vez, con Suiza. La obra fue comisionada para el ciclo Dramaturgias Cruzadas del Instituto Goethe y Pro Helvetia, bajo la curaduría de Erik Altorfer, de Berna, y suponía una escritura conjunta con asiduo intercambio epistolar entre un autor suizo y uno argentino. El tema en común era el tramposo asunto del Bicentenario, que seguramente ha servido más para buscar financiaciones mixtas que para entender algo del punto histórico en el que nos encontramos. El material sería luego estrenado dentro de ese ciclo, en agosto de 2010, en el Auditorio del Instituto Goethe de Buenos Aires, y bajo mi dirección.
–¿Quién fue el escritor suizo con el que trabajaste?
-Raphael Urweider, el autor que me designó Erik Altorfer. Los primeros intercambios con Urweider fueron muy interesantes. Él es fundamentalmente poeta, y su relación con el teatro es más periférica. A su vez, el tema del Bicentenario argentino le resultaba tan ajeno y patinoso como a mí cualquier fecha patria helvética. Así que decidimos que no íbamos a preocuparnos por mezclar identidades o metodologías de trabajo, sino que cada uno iba a escribir su propia pieza autónoma alimentado por el intercambio epistolar que mantuvimos activamente durante todo el año. En estas conversaciones, la distorsión, el malentendido y la pérdida del eje lingüístico fueron objetivos que alimentamos adrede. Finalmente, Urweider no pudo viajar a la Argentina por problemas de salud, así que decidimos que lo más razonable era mostrar ambos trabajos por separado. Así, Apátrida y su obra Meiringen, Milagros se presentaron como un díptico. Ambas obras compartían una puesta en escena similar: un solo actor (yo mismo) y un músico en vivo (Zypce). Como Urweider iba a escribir en verso libre, yo me tomé la misma libertad. Y a lo largo de nuestro intercambio decidí que el montaje debía tener la forma de una Sprechoper (u “ópera hablada”), un género bastante común en la tradición germana, y muy poco habitual en Latinoamérica. Esta decisión formal fue decisiva.
–¿Y el tema de Apátrida?
–Yo tenía desde hacía mucho tiempo la intención de escribir sobre un episodio de la historia argentina que si bien no tiene que ver con la Revolución de Mayo siempre me pareció constitutivo de la formación de nuestro Estado. Se trata del enfrentamiento entre el pintor Eduardo Schiaffino y el crítico español Eugenio Auzón. Fue en la navidad de 1891. Luego de formarse en Europa, un puñado de pintores argentinos comandados por Schiaffino pretendió, con una modesta exhibición en la calle Florida, una misión altisonante: fundar, tal vez, un arte nacional. Pero hubo una voz, una sola, que se levantó en contra: Eugenio Auzón, que firma como A. Zul de Prusia, los atacó sin piedad: “Habrá arte argentino dentro de doscientos años y algunos meses.” La lúcida y amarga polémica entre Schiaffino y Auzón (que revisa nada menos que la internacionalidad del arte, y el uso que los Estados hacen de las imágenes como factores de poder) se saldría de control, y lo que comenzó siendo “una ofensa de las que se lavan con buena pintura” acabaría lavándose con sangre. El duelo entre Schiaffino y Auzón, así como las cartas que ambos intelectuales y artistas cruzaron en los periódicos locales, está muy bien documentado en un trabajo académico de Viviana Usubiaga, que fue quien aportó gentilmente su exhaustiva investigación, y quien habría de operar –sin saberlo– como dramaturgista en sombras de este proyecto. Un proyecto sin forma que venía dando vueltas en mi cabeza desde hacía por lo menos una década.
–La historia es apasionante y encierra un núcleo importante de problemas filosóficos.
–La anécdota es fundacional y congela, en una única situación extrema –y por ello muy teatral–, una gran cantidad de interrogantes de una actualidad vertiginosa. Las preguntas son tal vez las mismas de siempre, y las cito de mi propio texto en la obra: ¿Qué es el arte argentino? ¿Hay tal cosa? ¿Tiene territorio el cúmulo incierto de todas las expresiones artísticas significativas de un grupo heterogéneo de gente que comparte un mismo pasaporte? ¿Y quién decidirá cuáles son esas expresiones significativas y cuáles –por no ser significativas– no serán tampoco, entonces, completamente argentinas? ¿Qué se espera de nosotros? ¿Quién lo espera? ¿Quién es nosotros?
–Buenas preguntas para hacerle a tu propio teatro.
–Se trata de preguntas que tal vez yo no hubiera intentado formularme cuando comencé a escribir. Pero tarde o temprano, cuando mi trabajo comenzó a hacerse más o menos frecuente en el exterior, y cuando me vi más de una vez obrando como involuntario embajador del teatro argentino, estas preguntas empezaron a volverme loco. Diez años después de haber tenido noticias de este debate, el enfrentamiento entre el razonable y apasionado Schiaffino y el oscuro y vivaz Auzón me conmueve con renovada vigencia. Por sus argumentos, claro, pero también, y sobre todo, por sus despiadadas imágenes. Me di cuenta que –de manera más o menos simbólica– yo también arrastraba el peso de una ominosa mochila ajena, un peso que empezó tal vez con un duelo a sablazos en 1891, en un páramo en Morón, allí donde ni Hurlingham ni Ituzaingó debían tener aún nombre alguno.
–¿Qué procedimiento articula la composición de Apátrida?
–La escritura musical, sin lugar a dudas. El procedimiento implicó reescribir las cartas reales, improvisar en ese tono de amaneramiento y retóricas decimonónicos, ensayar métricas con marcada musicalidad, afilar la dicción para encontrar poesía, y a su vez, retrabajar todo el tiempo el texto en función de la partitura musical que fuimos concibiendo con Zypce. El diseño del procedimiento de la audioguía, por ejemplo, es un pequeño prodigio del low-fi, con cassetes que se sincronizan a mano y en vivo, que se torna casi ilegible en el papel, y en el que la mano creadora de Zypce fue completamente decisiva. Imposible describir en la materia plana del papel y de las letras los climas logrados por los solos musicales de Zypce. El otro procedimiento formal es el de la reescritura desembozada de la historia argentina, como reflexión sobre el presente, como alteración del tiempo quieto del manual escolar. ¿Por qué los argentinos –comparados con los norteamericanos o los europeos– tenemos tan pocos personajes históricos en nuestras ficciones?
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