sábado, 12 de abril de 2014

Alfredo Alcón: Un animal de teatro

 
ALFREDO ALCÓN, UN TIPO COHERENTE, HUMILDE, CON UNA TRAYECTORIA INTACHABLE, ALEJADO DE LA FRIVOLIDAD DEL “AMBIENTE”, QUERIDO Y RESPETADO POR SUS COLEGAS

Por IRENE BIANCHI

Lo vi por última vez haciendo “Final de Partida” en el Teatro Gral. San Martín, acompañado por Joaquín Furriel. Otro capo lavoro –uno más- de un actor fuera de serie, con un magnetismo extraordinario. Tímido en las entrevistas, reservado, apocado, introvertido, de bajo perfil (aunque dueño de un gran sentido del humor), este animal de teatro crecía y adquiría una dimensión descomunal en el escenario, sin dudas, su lugar en el mundo.

Recuerdo su labor descollante en clásicos como: Rey Lear, Hamlet, Recordando con Ira, Israfel, Historias del Zoo, Lorenzaccio, Romance de Lobos, Ricardo III, Los Caminos de Federico, Muerte de un Viajante, Largo viaje del día hacia la noche, Escenas de la Vida Conyugal (con su entrañable amiga y compañera, Norma Aleandro); “Filosofía de vida”, entre tantos otros.

Versátil, también se le animó a la comedia (Los Reyes del Vodevil, de Neil Simon), pero creo que su veta dramática se lucía más en el género trágico.

Dueño de una sensibilidad exquisita, de una voz memorable y de una dicción impecable, Alcón tenía la cualidad de metamorfosearse, de transformarse en el personaje que le tocaba encarnar, entregándose en cuerpo y alma, sin retaceos.

Un tipo coherente, humilde, con una trayectoria intachable, alejado de la frivolidad del “ambiente”, querido y respetado por sus colegas. Un trabajador apasionado, meticuloso, detallista, perfeccionista.

Alfredo Alcón fue unos de esos actores tocados por la varita mágica, bendecidos con el don, como Lawrence Olivier, Anthony Hopkins, Vittorio Gassman. Esos artistas irremplazables, insustituibles, irrepetibles, que dejan huella, marcan camino a las nuevas generaciones, y producen con su “mutis por el foro” un enorme vacío y una profunda tristeza. “Adieu, adieu, Hamlet. Remember me”, le susurra el fantasma de su padre al Príncipe de Dinamarca. “Adieu, adieu, Alfredo. Te
recordaremos por siempre”.


UNA MARCA DE POPULARIDAD Y PRESTIGIO 

Por ALEJANDRO CASTAÑEDA

Torre Nilsson y Alfredo Alcón
Leopoldo Torre Nilsson fue una figura clave en la rica trayectoria cinematográfica de Alfredo Alcón. Uno de sus filmes (“Un Guapo del 900”, 1960) lo proyectó con luces propias como gran actor dramático. Y otro filme de Torre Nilsson (“Martín Fierro”, 1968) lo acabó convirtiendo en una figura de enorme raigambre popular.

Alcón, gracias a su pinta, había empezado en comedias románticas, ligeras y amables, con más enredos que besos. Debutó en 1955 con un melodrama de sólida factura del multifacético Luis César Amadori, “El amor nunca muere”, donde compartió cartel con las tres grandes actrices del cine nacional de entonces: Mirtha Legrand, Zully Moreno y Tita Merello. Y siguió poniendo su estampa y a su voz al servicio de otros títulos de parecido registro.

Por eso, cuando Torre Nilsson lo convocó para protagonizar “Un guapo del 900”, algunos se sorprendieron: creyeron que era una apuesta difícil para un actor de poca experiencia que hasta allí había cumplido su parte dignamente, pero en films de menos compromiso actoral. El Ecuménico López de la pieza de Samuel Eichelbaum tenía que transmitir, con pocas palabras, fuerza, reciedumbre, lealtad y coraje. Y el Ecuménico de Alcón fue memorable. Su labor es una de las grandes performances actorales del cine nacional. Y a partir de allí su carrera en el cine dio un giro notable.

Ocho años después de “El guapo del 900”, Torre Nilsson lo relanzó como gran actor taquillero en un par de títulos que se convirtieron en fenómenos de boletería. “Martín Fierro”, Güemes” y “El Santo de la Espada” fueron obras de discutible valor artístico que por un lado le abrieron las puertas a un público que en esos años había tomado distancia del cine nacional y por el otro, le concedieron al gran actor un baño de popularidad jamás imaginado. Su presencia (como coprotagonista) de “Nazareno Cruz y el lobo”, la única película argentina que convocó a más de tres millones de espectadores, lo acabo consolidando definitivamente como un actor que brillaba por igual ante cualquier desafío y que disfrutaba del reconocimiento de la crítica y del respaldo del público.

Fue tanto su carisma, su prestigio y su atracción, que de las cinco películas más taquilleras de la historia del cine nacional, tres están protagonizadas por él: “Nazareno…”, “El Santo de la Espada” y “Martín Fierro”. Fue, más allá de ese halago, una figura respetada y querida, un actor que le dio a su carrera el rigor, sudor y seriedad. Su talento mayúsculo le permitió transitar con singular maestría por la tragedia y el enredo, por el film histórico y la comedia, por el drama y la parodia.

Telones y pantallas están de duelo: se fue sin duda uno de los más grandes y de los más respetados. Jamás habló mal de nadie. Sus palabras siempre transmitieron gratitud y alegría por el deber cumplido. Despreció el escándalo y el facilismo. Fue bueno, generoso, humilde. Maestro y ejemplo, Alcón hizo escuela arriba y abajo del escenario. Un artista cabal que le imprimió, a su vida y a su obra, compromiso ético, entrega, dignidad y una conducta a prueba de todo.


UN ESPEJO DONDE MIRARSE 

Por LUIS PAZOS 

Para mi generación fue el actor por excelencia. Podía pasar de Shakespeare al teatro del absurdo y componer, en los dos casos, personajes absolutamente creíbles. Su nombre nunca fue parte de la farándula sino de la cultura. Por supuesto, más allá del actor está el hombre. Entrevistarlo era un placer. Alcón era intenso y calmo a la vez. Hablaba en un medio tono y sin embargo, todo el tiempo trasmitía pasión. Amaba lo que hacía y ese amor no tenía medida. Las entrevistas, por lo general, se concretaban en una confitería de barrio norte, a la hora en que hay menos gente. Si algo resguardaba como un tesoro fue siempre su intimidad. Sentado a una mesa, con un café de por medio, era inevitable que se acercaran a pedirle un autógrafo. Nunca lo vi molestarse. Todo lo contrario. La amabilidad era parte insoslayable de su personalidad. Un momento inolvidable era asistir a un ensayo general en el Teatro General San Martín, para que la prensa pudiera sacar todas las fotos que necesitara. Gracias a esa costumbre, pude ver su primera versión de Hamlet. Se presentó con el vestuario y la escenografía de época, pero con un detalle que lo cambió todo: anteojos para sol. De pronto, el Renacimiento y el siglo XX eran una misma cosa. Como tenía fama de vivir ajeno a las preocupaciones de la vida cotidiana (lo cual no era cierto) un día le pregunté para qué servía el dinero. Nunca olvidé su respuesta: “El dinero sirve para comprar libertad”. Una respuesta que admite más de una conclusión. Los recuerdos, como los sueños, pasan y se convierten en parte del olvido. Tal vez olvide el aspecto de los personajes a los que le dio vida. Pero hay algo que siempre tengo presente: su voz. A mí, me hechizó. Y para esta clase de hechizos no hay exorcismo posible.

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