«Mataderos», el sentido abstracto de la emoción
Juan Martins
Dramaturgo, escritor
En el marco del III Festival Internacional de Teatro Clásico Adaptado, Mar Chiquita-Buenos Aires, Argentina se presentó Reflejo de una mirada cuyo texto y dirección de Analía Aristegui e interpretado por el destacado actor Omar Musa para la agrupación La Llave (La Plata, Argentina) se nos muestra como un espectáculo íntegro y complejamente estructurado.
Todo se compone en una relación con textos de William Shakespeare, estableciendo su formalidad intertextual, derivación poética de un texto en otro, de una unidad poética en la representación como mecanismo del texto dramático creado, en la libertad que nos ofrece aquella intertextualidad, el unipersonal el cual articula Omar Musa mediante una actuación orgánica, amena y artificiando el lenguaje teatral con impecable maestría.
Su autora, Analía Aristegui, haya entonces la composición y nos exhibe otra unidad estética: la posibilidad lúdica del texto que ha se ha constituido. Y esto le exige, como término de todo texto dramático, las condiciones de su teatralidad. A modo de reunir dichas condiciones y lograr buena actuación, puesta en escena y articulación sobre el espacio escénico.
Varios méritos en uno, una realidad escénica que se nos hizo placentera, divertida y aguda en la decisión de ordenar su discurso. Cuerpo e identificación con el texto se organizan en la significancia del espectáculo, aquello que el espectador interpreta de la sintaxis del relato teatral, su estructura narrativa y los niveles de interpretación política que se nos hizo inevitable en el sentido final: los fragmentos dispuestos del texto otorgan este sentido, ordenan el carácter épico por una parte y por la otra lo estético lo representa.
El actor, nos entrega todo una relación de movimientos y desplazamientos. Sobre su carga semántica, estos signos se nos enfrentan en la mirada. Cada signo, tiene su nivel de expresión, el gesto contiene el impulso del cuerpo que confiere aquella estructura poética: es mediante el cuerpo que el actor define esos elementos de expresión: el ritmo, el desplazamiento y el uso de la voz.
Esta instrumentación de la voz evidenciaba el encanto el cual obtenemos ante un hecho actoral, ante una postura del teatro de arte (en el mejor sentido de la palabra). Y más adelante ante una ética, dado que se organiza a partir de la disciplina y entenderlo desde esa mística del teatro en tanto se nos representa como un discurso organizado el cual ofreció ese componente articulado: voz-cuerpo-componente literario.
Destaquemos un aspecto fundamental: el ritmo determina la cadencia y la recepción del espectador adquiere sentido en la medida que éste, el público, se divertía, se complacía ante lo que se le presentaba en la versión dramática, una versión que se figuraba en la gracia y en todo estos elementos corporizados e instalados en el espacio escénico a modo de representación.
Y, como lo entendemos, esto exige un cuidado tanto en la actuación como en la puesta en escena: el uso de la máscara sería uno de esos elementos necesarios: la corporeidad de la máscara es la búsqueda, en la medida que es un signo no/verbal, de los personajes, uno seguido del otro, una máscara seguida de la otra con la intención de organizar la sintaxis del relato teatral, como decía, de su narrativa. Y era necesario para estructurar la propuesta del texto, de la adaptación.
Su autora condiciona ese uso pensando en el discurso y que el espectador al mismo tiempo lo sintiera cercano, lo interpretara en ese lugar que ocupa de la representación: actor-espectador-autor. A partir de esa relación la propuesta actualiza la funcionabilidad, su final intertextualidad: cuando el origen de un texto incorporado viene de un autor como Shakespeare y lo comprometido de ese riesgo. Entonces esta es una propuesta de riesgos y hallazgos y la cosa viene por el doble mérito cuando apreciamos el buen nivel de la actuación: se apoya en el uso de la máscara, del títere, como sistema de simbolización, desacralizando el uso del títere, convirtiendo el objeto en sujeto y viceversa.
La cosificación del sujeto, su alienación, la (des)estructuración de la realidad, lo ficcional se instrumentaba por medio del muñeco: objeto metáfora, luego, simbolización del poder. De allí el carácter violento en su uso, en el lugar que ocupaba el títere-muñeco («Camilo»). El actor lo tiraba al piso literalmente, lanzado (mediante una caja alegórica) como expresión de esa simbolización, el rechazo a los mitos, el rechazo a la comercialización del cuerpo: la desacralización de los arquetipos: «eros» metido en la imagen del espectador como signo del poder: dudar de la historia, dudar del sujeto.
Todo es susceptible a ser utilizado por el poder: el sujeto se descompone en esa ansiedad hasta hacernos pensar en la responsabilidad que tenemos ante esa realidad. La metáfora produce esa construcción a nivel del pensamiento del espectador. Así que el sentido es abierto a esa interpretación por tratarse de un hecho artístico. Y así, sobre ese riesgo, lo asume la propuesta. El lugar donde se desarrolló la propuesta subrayaba la intimidad con el espectador.
Justo por esta razón: el público participa a nivel conceptual cuando va asimilando el sentido, cuando va interpretado el significado de sus signos, a fin de cuentas, el carácter de simbolización de la propuesta: el nivel del texto personificado en medio de un «boliche», en medio de un bar. Lo que le asignó un estado de ficcionalidad: dos espacios en oposición, dos espacios diferenciados, permitiendo una línea frágil entre realidad y ficción.
Así cada uno de los dispositivos usados por el actor entraban y salían del espacio escénico: un gancho metálico que recogía al muñeco, una pantalla que refractaba luz sobre los ojos del espectador, un vestuario colorido de juglar, lo bizarro del espacio en el uso de la iluminación. Todo, creaba esa complejidad expresionista de la propuesta. Es esto, una disposición expresionista.
En la medida que el(los) personaje(s) se desfiguraban, adquirían un nuevo sentido. Los silencios incluso acentuaban esos aspectos conceptuales. Sería interesante encontrar un mayor aprovechamiento de esos silencios al momento que el actor disponía del cambio de máscara como para determinar el tratamiento con la comedia del arte con la que se dispuso como orden estético. Lo digo porque es por medio de ese tratamiento donde lo orgánico adquiere un sentido mayor.
Por ejemplo, la respiración como dibujo de la alteridad: aquella línea divisora entre lo real y no/real, entre el silencio y el sonido. La respiración (aquella, insisto, que se pueda conseguir al momento de usar la máscara) confiere ese impulso orgánico: sonido, gesto y mímica como signos no/verbales cuya utilidad se corporiza, creando una relación directa entre espectador-actor, creando su poética. Una poética del actor. Una dimensión teatral que pudimos disfrutar en el conjunto de elementos que se opusieron en la dialéctica de una excelente puesta en escena. Dimensionando al actor como principal eje de teatralidad.
Mar Chiquita/Provincia de Buenos Aires
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