sábado, 1 de diciembre de 2001

Lo más destacado de las tablas

01.12.2001 | Teatro en la ciudad de Buenos Aires

El género balance hace brotar la peor clase de obsesiones. No se trata sólo del temor a ser injusto, sino sobre todo del pánico a pasar por alto lo más importante, la omisión de esa obra o de ese nombre que definitivamente nos deje en falta de una vez y para siempre.

El primer recurso para zafar de semejante neurosis profesional -una intención que el lector seguramente agradecerá- es recordar que si hay un arte caracterizado por lo efímero ése es del teatro. Cuando termina la función no queda nada, salvo la aterradora oscuridad de la sala. Y no tendría caso refugiarse en pensar que las videofilmaciones pueden apresar algo de todo eso tan vivo que pasa, como el fulgor de un relámpago, en el aquí y ahora de la escena. Son, a lo sumo, un pálido y mínimo reflejo de lo que, por definición, es irrepetible.

Por eso, es mucho más sano confiar con alegría en lo quedó machacando en la memoria luego de un año de trajinar butacas.

Alejandra Radano y Sandra Guida en la función de despedida de Chicago. Relajadísimas y disfrutando como sólo se puede hacerlo cuando se sabe que se está terminado algo que quizá, y ojalá que no, no vuelva a darse en una carrera profesional. Estuvieron más atorrantas que nunca como Roxy y Belma, dos turritas tan peligrosas como las olvidadas Samantha y Natalia. Cada uno de sus solos y dúos fueron coronados esa última noche por aplausos interminables, que son un sonido de los dioses para los que están en el escenario y para el público también. El género musical siguió sin ser negocio (la obra de Fosse tampoco lo fue), pero cuando todo cierra (puesta, libro, baile, canto, actuación) no hay con qué darle en cuanto a niveles de algarabía en sala. Las chicas, trabajando hoy ambas en el extranjero, hasta hacían la medialuna y cantaban colgadas a muchos metros de altura.

Lino Patalano espiando desde el fondo de la sala la noche de estreno de El juego del bebe, en el Maipo. Seguramente, alentaba esperanzas de que le iría mejor de lo que le fue comercialmente con la obra de Edward Albee, sin ninguna concesión estética y de una negrura sin velos. Ojalá que Jorge Marrale, más cínico que el Guasón, y Noma Aleandro, el mismísimo diablo con faldas, le hayan agredecido a su productor el haber tomado semejante riesgo y sus consecuentes pérdidas.

Los contingentes femeninos que atestaban el hall de La Plaza para ingresar en Monologos de la vagina, el exito del año. Ruidosas, revoltosas, casi como si concurrieran a una manifestación reivindicatoria del género y escondiendo tijeras en los bolsillos para emular a la buena de Lorena Bobitt. Un gineceo en estado de máxima ebullición, una cancha de fútbol sólo poblada por mujeres. Las damas se la pasaban bomba, sobre todo cuando las actrices fingían orgasmos o enlistaban sinónimos de la calle para mencionar a sus genitales. Siempre se aprende un nombre nuevo.

Cristina Banegas y Víctor Laplace arrancándose los ojos en Cuarteto, de Heiner Müller, reescritura de Relaciones peligrosas, aún más feroz que el original. Se seducían y se mostraban los dientes, se tocaban y se repelían, se embelesaban y se horrorizaban, se amaban y se odiaban. Por desgracia, el amor es exactamente así. Por suerte, el amor es exactamente así.

María Onetto y sus ojos vidriosos de madre asesina y alocada en La escala humana, escrita y dirigida por Alejandro Tantanián, Rafael Spregelburd y Javier Daulte, ya con menos presión de tener que sostener el lugar de au-to-res jó-ve-nes y trans-gre-so-res. ¿El resultado de ese alivio? Menos piripipí hiperracional y más concisión, en la difícil tarea de escribir a seis manos y dirigir con seis ojos. La actriz, una mezcla explosiva de lo mejor de Marilú Marini y Claudia Lapacó, se floreó en esta historia cuasiincestuosa que no podía decantar sino en una sarta de hijos atontados y botarates.

Carlos Belloso torsionando su cara, que parece de goma, en Doctor Peuser, una crítica feroz y agudísima a los discursos con los que los expertos y los científicos pretenden ordenar lo inordenable y vendernos un mundo donde todo -todo- sería calculable. En la butaca de al lado había un ingeniero que no paró de moverse ni de rascarse durante toda la función. Bien que hizo.

Las caras de desconcierto luego del estreno de Pingüinos, de Roberto Cossa, que intentó trabajar con jóvenes como Pablo Rago, Valentina Bassi y Claudio Da Passano. Mucha carrera en el escenario, armas, banda de rock and roll, fragmentación, un remedo pálido de road movie y la mar en coche. No se entendía ni jota. Mucho ruido para nada.

La primera imagen de Hamlet, por el elenco lituano que se presentó durante el III Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires. En el escenario del Alvear caía una garúa finita, interminable, como si hubieran abierto un boquete insellable en el cielo. Como si hubieran tirado una bomba atómica, bah. Restos de chatarra tecnológica y mucho hielo dominaban la escenografía. Los personajes combinaban restos de antiguos y recatados gestos de nobleza con una ferocidad de lobizones. En ese marco, la tragedia de Shakespeare se ponía futurista, lo cual significa exactamente que todo eso puede ocurrir mañana mismo. Si eso es lo que vendrá, es cuestión de ir guardando un poste bien duro debajo de la cama, porque la cosa se resolverá nomás a garrotazo limpio.

La Orquesta de Goran Bregovic atacando los primeros compases de su concierto en la sala Martín Coronado del San Martín, durante el mismo Festival Internacional, un día después del atentado a las Torres Gemelas y con la paranoia de la concurrencia, que se preguntaba si el teatro sería un buen blanco (¡cómo se militarizó el lenguaje!). Si de la disgregación de los Balcanes salió una de las vergüenzas del siglo xx, consuela pensar que también salió este maravilloso reciclado de las ruinas de la industria del entretenimiento soviético y de los países satélites. Violinistas de conservatorio polaco y gitanos rústicos, coro masculino como el del ejército ruso y coro femenino de campesinas húngaras como los de los grupos de danzas folklóricas, percusión como la del circo de Moscú y sones rockeros. Como en los films de Emir Kusturica, a los que Bregovic compuso la banda de sonido, un poco de llanto de velorio y de chin-pun de casamiento. A bailar, que se acaba el mundo.

El cielo raso de papel rasgándose y dejando caer una lluvia de juguetitos sobre una amuchada concurrencia, de pie y con el cuello al borde de la tortícolis, que llenó cada función de Periodo Villa-Villa. Chicos, grandes, abuelos, todos se matan por agarrar el souvenir, para que los jinetes alados los lleven un rato a volar, para protegerse del agua o del viento artificial o para entregarse orgiásticamente a ellos. Rasgos de culturas primitivas (mucho pum-pum-pum de tambores y culos al aire enmarcados por suspensores) se funden con bailoteos de rave y de alpinismo urbano de ultravanguardia. Que el espectáculo de De la Guarda se industrializo, que despide casi el tufillo light de la cultura globalizada, que da lo mismo que sean unos intérpretes y no otros: puede que todo eso sea cierto. Pero está todo bien, sobre todo porque permite decir de nuevo: a bailar, que se acaba el mundo.

Por Pablo Zunino
Fuente: http://www.rollingstone.com.ar/nota.asp?nota_id=583580

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