viernes, 26 de octubre de 2012

Alejandro Casona, un autor en el desván del olvido

Miércoles 24 de octubre de 2012 | Publicado en edición impresa

Teatro

Por Ernesto Schoo | LA NACION

Ante el estreno, en estos días, de una nueva versión de Prohibido suicidarse en primavera, de Alejandro Casona, mis jóvenes colegas de Espectáculos me preguntan -puesto que soy el anciano de la tribu- quién es Casona, ni siquiera mencionado en los cursos de historia del teatro a los que algunos de ellos acuden. 

Se llamaba Alejandro Rodríguez Álvarez, nació en Asturias en 1903, de profesión maestro, y tras un largo exilio en América, y sobre todo en la Argentina, murió en Madrid en 1965. En los años 30 del siglo pasado figuraba entre los dramaturgos más importantes de su país, con grandes éxitos de crítica y público: La sirena varada, en 1934, y Nuestra Natacha, en 1936. 

La Guerra Civil Española de 1936-39 lo llevó a refugiarse primero en México (donde escribió, precisamente, Prohibido suicidarse.) y luego en Buenos Aires. Recibido aquí con los brazos abiertos, dio al teatro y al cine argentinos una cantidad imponente de títulos, muy aplaudidos y solicitados en su momento. Tal vez la pieza más memorable haya sido Los árboles mueren de pie, estrenada en 1949, mil veces representada y también filmada, el caballito de batalla de una inolvidable actriz característica, doña Amalia Sánchez Ariño. Las tres perfectas casadas (1941) mereció el honor de ser estrenada por otra Doña famosa, Lola Membrives. En 1944 Casona dio a conocer La dama del alba, y al año siguiente fue La barca sin pescador, ambas muy elogiadas.

Acaso su mayor contribución al espectáculo argentino fueron innumerables guiones para películas exitosas: la firma de Casona parecía asegurar la repercusión popular, sin la mínima concesión a la chabacanería o la vulgaridad. Escritor pulcro y elegante, fue responsable de grandes éxitos de nuestra pantalla, entre libretos originales y adaptaciones de textos clásicos: Veinte años y una noche, En el viejo Buenos Aires, La maestrita de los obreros, en 1941; al año siguiente, Concierto de almas, Cuando florezca el naranjo, Ceniza al viento; en 1943, Casa de muñecas; La pródiga, en 1945, concebida para Mecha Ortiz y filmada por Eva Duarte; El abuelo (1946); Los árboles mueren de pie y Si muero antes de despertar, ambas en 1951; No abras nunca esa puerta en 1952. Diez años después, en 1962, decidió volver a España y sufrió una decepción devastadora: no se acordaban de él y dijeron que su teatro era anticuado, la reliquia anacrónica de un mundo que ya no existía.

Esta apreciación encerraba algo de verdad, pero no toda la verdad. Porque Casona fue un valioso dramaturgo, conocedor de los resortes que atraen al público de todos los días, no al de los experimentos y las vanguardias. Su teatro es, en cierta medida, poético, y tal vez suene algo cursi hoy, porque -sin esquivar la violencia cotidiana- exalta valores que la sociedad occidental ya casi no cultiva: la honestidad, la entereza, la red de contención familiar, la humildad para reconocer los errores, la tolerancia, el respeto del otro. Hay en sus obras una evidente intención didáctica y hasta una moraleja. Por sobre todo, una comprensión de las contradicciones de nuestra naturaleza. También en teatro hay modas: ¿quién podía imaginar, entre los años 50 y 60, que un autor de los quilates del italiano Ugo Betti, aclamado en el mundo entero (bastaría recordar Delito en la Isla de las Cabras) -y, por cierto, más profundo que Casona-, yacería hoy en el desván del olvido?

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