Domingo 1 de diciembre de 2002 | Publicado en edición impresa
Coprotagonista del film Un oso rojo y alma del musical Glorias porteñas repuesto en el San Martín, a los 33 años, se afirma en su carrera y en su papel de madre
–Dónde puede estar el azúcar.
Dice Soledad Villamil mientras abre y cierra puertas de las alacenas en la casa donde vive con su pareja, Federico Olivera, y su hija Violeta, de 2 años. En la mesada reposan dos infusiones de humeante manzanilla, y Soledad va y viene por la cocina amplia de esta casa sólida, un departamento en un segundo piso por escalera, en uno de esos barrios construidos por empresas alemanas o inglesas en el siglo pasado, un rincón tan quieto que no parece Buenos Aires. Violeta duerme. Su madre acaba de despegarse, amodorrada, de ese brote dormido.
–Me quedé dormida haciéndola dormir.
Dice, con la voz algo ronca y suave, mientras busca infructuosamente el azúcar que no encuentra y explica: “Es que nosotros tomamos con miel”.
Son las dos y media de la tarde, y la casa flota en una ensoñación de siesta, en un día de primavera que es un lujo de sol. Aires de campo en medio de la ciudad. Ella, que tuvo que abandonar la bicicleta y los juegos en la calle cuando se mudó de La Plata a Buenos Aires a los 8 años, quizás esté tomando revancha. Soledad nació en 1969, hija de la periodista Laura Falcoff y de un médico clínico, pero vivió en La Plata hasta 1976, cuando el golpe militar empujó a sus padres hacia Buenos Aires. Después de ésa, hubo varias mudanzas y cambios de colegio. Soledad siempre era la nueva, desusados ojos enormes, cejas anchas y un metro setenta de estatura a los 12, alguien que se sentía distinta de los demás. A los 15, supo que un profesor daría clases de teatro en el colegio, los miércoles por la tarde. Ella fue, y así empezó todo. Luego tomó clases con Hugo Midón y, más tarde, con Ricardo Bartís. Pero hasta entonces, nunca se había planteado la posibilidad de vivir como actriz: tenía 24 años, estudiaba desde los 15, pero nunca había ganado un peso con esa profesión. Entonces Bartís le ofreció el papel de Ofelia, en Hamlet, la guerra de los teatros, y su actuación fue muy bien recibida por la crítica. Allí conoció al que sería su pareja por muchos años, el actor Pompeyo Audivert, y dio inicio a una carrera que nunca se detuvo. Lita Santic la llamó para la película Un muro de silencio; casi inmediatamente hizo de María José, esposa sometida de Rodolfo Ranni en Zona de riesgo. Esa primera experiencia televisiva le valió una nominación al Martín Fierro como Revelación y a los premios ACE. Hizo teatro dirigida por Laura Yusem, participó en Nueve lunas y tuvo papeles emblemáticos en Vulnerables y Culpables, las dos tiras de Pol-ka que marcaron un hito en la televisión, además de las películas Vivir mata, El sueño de los héroes, La vida según Muriel, El mismo amor la misma lluvia y, ahora, Un oso rojo, el nuevo film de Adrián Caetano, en el que interpreta a Natalia, la mujer sufrida de Hugo Chávez.
–Es un papel distinto de los que hice hasta ahora. Me llamó la atención que Caetano me llamara. Pero él dice que yo le doy algo, una fuerza que él veía en Natalia...
Ese algo es, quizás, una maciza convicción, cierta coherencia, una fuerza contra viento y marea. Después de filmar se fue de vacaciones y cuando regresó, dispuesta a grabar el segundo año de Culpables, supo que la tira no seguía.
–¿Extrañás la televisión?
-No. No. Eh... no. Me quedé con ganas de hacer el segundo año de Culpables, porque sobre el final habíamos encontrado cosas de los personajes, divertidas. Me dio pena. Pero la televisión está pasando por un momento difícil; aparentemente los unitarios no se privilegian, porque no dan tanto dinero como otros programas.
–¿Tener a Violeta te aquietó en lo laboral?
–Los chicos te comen. Igual, no lo puedo ni comparar. Siempre me va a importar mucho más ella que cualquier otra cosa, por más que me importe mucho mi trabajo. Es lo único importante que te pasa en la vida. Cuando se enferman, decís: Matáme, sacáme una mano, pero que a ella no le duela. Por otra parte, yo vengo trabajando sin parar desde hace muchos años, no sé lo que es parar. Y cuando tenés un hijo, hay algo que tiene que parar un poco. Un hijo es mucho en todos los sentidos y querés estar.
Entonces, por el golpe de un portazo inoportuno, Violeta despierta de su siesta y hace su aparición como una tromba ínfima y tibia. Es así de pequeña, así de hermosa, así de enrulada, así de rubia. Corretea con el traste gordo y pañalero, se estrella contra las sillas tapizadas de pana, sí, violeta.
–¿Las sillas son en su honor?
–Todo es en su honor.
En honor de Violeta también, Soledad intenta tener una vida más tranquila, pero sabe que la responsabilidad ahora es mayor.
–La incertidumbre propia del trabajo de actor ahora se elevó a la enésima potencia. A nosotros nos agarró el corralito con todos nuestros ahorros. Fue complicado y nos llevó mucho tiempo reorganizarnos. Tampoco soy de las personas que peor lo pasan en este país. Pero te queda la sensación de que no podés construir. De todos modos, no voy a dedicarme a otra cosa. Si no hago esto, me voy al campo a plantar tomates.
Texto: Leila Guerriero
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=453335
Coprotagonista del film Un oso rojo y alma del musical Glorias porteñas repuesto en el San Martín, a los 33 años, se afirma en su carrera y en su papel de madre
–Dónde puede estar el azúcar.
Dice Soledad Villamil mientras abre y cierra puertas de las alacenas en la casa donde vive con su pareja, Federico Olivera, y su hija Violeta, de 2 años. En la mesada reposan dos infusiones de humeante manzanilla, y Soledad va y viene por la cocina amplia de esta casa sólida, un departamento en un segundo piso por escalera, en uno de esos barrios construidos por empresas alemanas o inglesas en el siglo pasado, un rincón tan quieto que no parece Buenos Aires. Violeta duerme. Su madre acaba de despegarse, amodorrada, de ese brote dormido.
–Me quedé dormida haciéndola dormir.
Dice, con la voz algo ronca y suave, mientras busca infructuosamente el azúcar que no encuentra y explica: “Es que nosotros tomamos con miel”.
Son las dos y media de la tarde, y la casa flota en una ensoñación de siesta, en un día de primavera que es un lujo de sol. Aires de campo en medio de la ciudad. Ella, que tuvo que abandonar la bicicleta y los juegos en la calle cuando se mudó de La Plata a Buenos Aires a los 8 años, quizás esté tomando revancha. Soledad nació en 1969, hija de la periodista Laura Falcoff y de un médico clínico, pero vivió en La Plata hasta 1976, cuando el golpe militar empujó a sus padres hacia Buenos Aires. Después de ésa, hubo varias mudanzas y cambios de colegio. Soledad siempre era la nueva, desusados ojos enormes, cejas anchas y un metro setenta de estatura a los 12, alguien que se sentía distinta de los demás. A los 15, supo que un profesor daría clases de teatro en el colegio, los miércoles por la tarde. Ella fue, y así empezó todo. Luego tomó clases con Hugo Midón y, más tarde, con Ricardo Bartís. Pero hasta entonces, nunca se había planteado la posibilidad de vivir como actriz: tenía 24 años, estudiaba desde los 15, pero nunca había ganado un peso con esa profesión. Entonces Bartís le ofreció el papel de Ofelia, en Hamlet, la guerra de los teatros, y su actuación fue muy bien recibida por la crítica. Allí conoció al que sería su pareja por muchos años, el actor Pompeyo Audivert, y dio inicio a una carrera que nunca se detuvo. Lita Santic la llamó para la película Un muro de silencio; casi inmediatamente hizo de María José, esposa sometida de Rodolfo Ranni en Zona de riesgo. Esa primera experiencia televisiva le valió una nominación al Martín Fierro como Revelación y a los premios ACE. Hizo teatro dirigida por Laura Yusem, participó en Nueve lunas y tuvo papeles emblemáticos en Vulnerables y Culpables, las dos tiras de Pol-ka que marcaron un hito en la televisión, además de las películas Vivir mata, El sueño de los héroes, La vida según Muriel, El mismo amor la misma lluvia y, ahora, Un oso rojo, el nuevo film de Adrián Caetano, en el que interpreta a Natalia, la mujer sufrida de Hugo Chávez.
–Es un papel distinto de los que hice hasta ahora. Me llamó la atención que Caetano me llamara. Pero él dice que yo le doy algo, una fuerza que él veía en Natalia...
Ese algo es, quizás, una maciza convicción, cierta coherencia, una fuerza contra viento y marea. Después de filmar se fue de vacaciones y cuando regresó, dispuesta a grabar el segundo año de Culpables, supo que la tira no seguía.
–¿Extrañás la televisión?
-No. No. Eh... no. Me quedé con ganas de hacer el segundo año de Culpables, porque sobre el final habíamos encontrado cosas de los personajes, divertidas. Me dio pena. Pero la televisión está pasando por un momento difícil; aparentemente los unitarios no se privilegian, porque no dan tanto dinero como otros programas.
–¿Tener a Violeta te aquietó en lo laboral?
–Los chicos te comen. Igual, no lo puedo ni comparar. Siempre me va a importar mucho más ella que cualquier otra cosa, por más que me importe mucho mi trabajo. Es lo único importante que te pasa en la vida. Cuando se enferman, decís: Matáme, sacáme una mano, pero que a ella no le duela. Por otra parte, yo vengo trabajando sin parar desde hace muchos años, no sé lo que es parar. Y cuando tenés un hijo, hay algo que tiene que parar un poco. Un hijo es mucho en todos los sentidos y querés estar.
Entonces, por el golpe de un portazo inoportuno, Violeta despierta de su siesta y hace su aparición como una tromba ínfima y tibia. Es así de pequeña, así de hermosa, así de enrulada, así de rubia. Corretea con el traste gordo y pañalero, se estrella contra las sillas tapizadas de pana, sí, violeta.
–¿Las sillas son en su honor?
–Todo es en su honor.
En honor de Violeta también, Soledad intenta tener una vida más tranquila, pero sabe que la responsabilidad ahora es mayor.
–La incertidumbre propia del trabajo de actor ahora se elevó a la enésima potencia. A nosotros nos agarró el corralito con todos nuestros ahorros. Fue complicado y nos llevó mucho tiempo reorganizarnos. Tampoco soy de las personas que peor lo pasan en este país. Pero te queda la sensación de que no podés construir. De todos modos, no voy a dedicarme a otra cosa. Si no hago esto, me voy al campo a plantar tomates.
Texto: Leila Guerriero
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=453335
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