6 de Mayo de 2000
"¿A qué jugamos?", de Carlos Gorostiza, por Paula Cicchino, Manuel Espinosa Viale, Antonio Di Battista, Virginia Panettieri y Lito Conor. Luces y sonido: Luis Dulout. Ambientación escenográfica, realización y dirección general: Juan Carlos De Barry. Teatro La Lechuza, calle 58 entre 10 y 11.
Carlos Gorostiza (1920), junto a Ricardo Rojas, Agustín Cuzzani, Roberto Cossa, Carlos Somigliana, Osvaldo Dragún, Juan Carlos Ghiano y Griselda Gambaro -entre otros- pertenece a lo que se ha dado en llamar la generación intermedia de dramaturgos argentinos, generación que sucedió a otra compuesta por autores de la talla de Samuel Eichelbaum, Armando Discepolo, Pedro Pico y Francisco Defilippis Novoa.
Gorostiza se inició en el mundo del arte muy joven, primero como titiritero en el grupo "La Estrella Grande", y luego como actor en "La Máscara". Autoralmente, debuta con "El puente" (1949), revelándose como un verdadero renovador del teatro rioplatense. Su punto de partida, en sus propias palabras, fue "la búsqueda de un estilo expresivo que nos represente, que nos diferencie y nos reconozca, como exigencia impostergable de un teatro nacional auténtico y vital".
A esa primera obra, que inicia la corriente del llamado nuevo realismo, le sucedieron muchas otras, siendo algunas de las más recordables "El pan de la locura" (1958), "Los Prójimos" (1966), "Los hermanos queridos" (1980), "El acompañamiento" (Teatro Abierto, 1981), "Hay que apagar el fuego" (1983), "Papi" (1985) y una de las más recientes, "El patio de atrás".
En la prolífica producción dramática de Gorostiza se observan dos cauces principales que podrían denominarse "de la incomunicación" y "del desencuentro". Sus temas recurrentes siempre giran en torno a la soledad, las esperanzas frustradas, la desilusión, la alienación, la incomprensión, el choque con la realidad, la falta de autenticidad, la desorientación vital.
"¿A qué jugamos?" se estrenó en el Teatro Ateneo de Buenos Aires el 12 de setiembre de 1968 por el Grupo "Gente de Teatro". El elenco de lujo estaba integrado por: Norma Aleandro, Carlos Carella, Juan Carlos Gené, Marilina Ross y Alberto Fernández de Rosa, bajo la dirección de David Stivel. La obra dramatiza el desencuentro de las jóvenes generaciones con su propio destino, e indaga los problemas del hombre contemporáneo.
El núcleo dramático de esta pieza (al igual que en las posteriores "Soledad para cuatro", de Ricardo Halac y "Nuestro fin de semana", de Tito Cossa) es la crisis material y espiritual por la que atravesaba en esos años la clase media argentina. Los "núcleos satélites", al decir del investigador teatral Miguel Angel Giella, son: la mediocridad moral, la búsqueda de la identidad, los conflictos sociales, la frustración de los jóvenes, la superficialidad de las relaciones humanas.
Si bien en su momento ¿A qué jugamos? impactó como una transgresora propuesta de vanguardia, tres décadas más tarde su discurso ha perdido fuerza y flaquea. Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces. Para evitar el lógico desgaste, hubiera sido necesario ambientarla en las postrimerías de los '60 y no en los albores del siglo XXI. Los juegos en los que hoy se embarcarían cinco adultos alcoholizados en una situación límite como la que plantea la obra, serían mucho más siniestros y arriesgados que el inocente juego de la verdad que propone el dueño de casa ante un hipotético fin del mundo.
Más allá de este cuestionamiento temporal, a la puesta de De Barry le falta potencia y peligrosidad. Si hay un clima que se debió priorizar es la inequívoca sensación de que una bomba está a punto de explotar. No es casual que en el texto original uno de los personajes decida dibujar nada menos que el hongo atómico para ambientar el juego, efecto que aquí se omite, como también se omite una escena clave y muy jugosa: la proyección de la película casera que filmara "Federico" durante su luna de miel con "Leonor", que refleja los buenos tiempos de la pareja, y contrasta con la infelicidad actual.
Salvo la saludable dosis de frescura y espontaneidad que Paula Cicchino otorga a su "Choni", las demás actuaciones son bastante monocordes, exentas de matices, con un dejo de solemnidad que no les sienta nada bien. La borrachera de Federico (Di Battista) es un tanto súbita y exagerada, y le resta fuerza expresiva y contundencia al personaje. El tono de "Pasco" (Conor) es igual del principio al fin, aún cuando le pasan cosas que alterarían a cualquiera. También resulta lineal la "Leonor" de Panettieri. Correcto el "Cacho", de Espinosa Viale.
Hay momentos de tensión que justifican -y hasta reclaman- escenas de pugilato entre Federico y Pasco. Falta violencia, física, verbal, de intenciones, de miradas, de gestos, de pensamientos; esa bronca contenida que busca estallar. El espectador también tendría que sentirse encerrado, atrapado, participando sin querer de un jueguito perverso que intuye va a terminar mal; casi como un rehén en manos de sujetos peligrosos. Pero, lamentablemente, eso no sucede. Por otra parte, si bien el final elegido puede resultar más efectista, se pierde la rica simbología del despertador sonando, que indica el final del juego.
Fuente: http://www.eldia.com.ar/ediciones/20000506/espectaculos7.html
"¿A qué jugamos?", de Carlos Gorostiza, por Paula Cicchino, Manuel Espinosa Viale, Antonio Di Battista, Virginia Panettieri y Lito Conor. Luces y sonido: Luis Dulout. Ambientación escenográfica, realización y dirección general: Juan Carlos De Barry. Teatro La Lechuza, calle 58 entre 10 y 11.
Carlos Gorostiza (1920), junto a Ricardo Rojas, Agustín Cuzzani, Roberto Cossa, Carlos Somigliana, Osvaldo Dragún, Juan Carlos Ghiano y Griselda Gambaro -entre otros- pertenece a lo que se ha dado en llamar la generación intermedia de dramaturgos argentinos, generación que sucedió a otra compuesta por autores de la talla de Samuel Eichelbaum, Armando Discepolo, Pedro Pico y Francisco Defilippis Novoa.
Gorostiza se inició en el mundo del arte muy joven, primero como titiritero en el grupo "La Estrella Grande", y luego como actor en "La Máscara". Autoralmente, debuta con "El puente" (1949), revelándose como un verdadero renovador del teatro rioplatense. Su punto de partida, en sus propias palabras, fue "la búsqueda de un estilo expresivo que nos represente, que nos diferencie y nos reconozca, como exigencia impostergable de un teatro nacional auténtico y vital".
A esa primera obra, que inicia la corriente del llamado nuevo realismo, le sucedieron muchas otras, siendo algunas de las más recordables "El pan de la locura" (1958), "Los Prójimos" (1966), "Los hermanos queridos" (1980), "El acompañamiento" (Teatro Abierto, 1981), "Hay que apagar el fuego" (1983), "Papi" (1985) y una de las más recientes, "El patio de atrás".
En la prolífica producción dramática de Gorostiza se observan dos cauces principales que podrían denominarse "de la incomunicación" y "del desencuentro". Sus temas recurrentes siempre giran en torno a la soledad, las esperanzas frustradas, la desilusión, la alienación, la incomprensión, el choque con la realidad, la falta de autenticidad, la desorientación vital.
"¿A qué jugamos?" se estrenó en el Teatro Ateneo de Buenos Aires el 12 de setiembre de 1968 por el Grupo "Gente de Teatro". El elenco de lujo estaba integrado por: Norma Aleandro, Carlos Carella, Juan Carlos Gené, Marilina Ross y Alberto Fernández de Rosa, bajo la dirección de David Stivel. La obra dramatiza el desencuentro de las jóvenes generaciones con su propio destino, e indaga los problemas del hombre contemporáneo.
El núcleo dramático de esta pieza (al igual que en las posteriores "Soledad para cuatro", de Ricardo Halac y "Nuestro fin de semana", de Tito Cossa) es la crisis material y espiritual por la que atravesaba en esos años la clase media argentina. Los "núcleos satélites", al decir del investigador teatral Miguel Angel Giella, son: la mediocridad moral, la búsqueda de la identidad, los conflictos sociales, la frustración de los jóvenes, la superficialidad de las relaciones humanas.
Si bien en su momento ¿A qué jugamos? impactó como una transgresora propuesta de vanguardia, tres décadas más tarde su discurso ha perdido fuerza y flaquea. Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces. Para evitar el lógico desgaste, hubiera sido necesario ambientarla en las postrimerías de los '60 y no en los albores del siglo XXI. Los juegos en los que hoy se embarcarían cinco adultos alcoholizados en una situación límite como la que plantea la obra, serían mucho más siniestros y arriesgados que el inocente juego de la verdad que propone el dueño de casa ante un hipotético fin del mundo.
Más allá de este cuestionamiento temporal, a la puesta de De Barry le falta potencia y peligrosidad. Si hay un clima que se debió priorizar es la inequívoca sensación de que una bomba está a punto de explotar. No es casual que en el texto original uno de los personajes decida dibujar nada menos que el hongo atómico para ambientar el juego, efecto que aquí se omite, como también se omite una escena clave y muy jugosa: la proyección de la película casera que filmara "Federico" durante su luna de miel con "Leonor", que refleja los buenos tiempos de la pareja, y contrasta con la infelicidad actual.
Salvo la saludable dosis de frescura y espontaneidad que Paula Cicchino otorga a su "Choni", las demás actuaciones son bastante monocordes, exentas de matices, con un dejo de solemnidad que no les sienta nada bien. La borrachera de Federico (Di Battista) es un tanto súbita y exagerada, y le resta fuerza expresiva y contundencia al personaje. El tono de "Pasco" (Conor) es igual del principio al fin, aún cuando le pasan cosas que alterarían a cualquiera. También resulta lineal la "Leonor" de Panettieri. Correcto el "Cacho", de Espinosa Viale.
Hay momentos de tensión que justifican -y hasta reclaman- escenas de pugilato entre Federico y Pasco. Falta violencia, física, verbal, de intenciones, de miradas, de gestos, de pensamientos; esa bronca contenida que busca estallar. El espectador también tendría que sentirse encerrado, atrapado, participando sin querer de un jueguito perverso que intuye va a terminar mal; casi como un rehén en manos de sujetos peligrosos. Pero, lamentablemente, eso no sucede. Por otra parte, si bien el final elegido puede resultar más efectista, se pierde la rica simbología del despertador sonando, que indica el final del juego.
Fuente: http://www.eldia.com.ar/ediciones/20000506/espectaculos7.html
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