Sábado 15 de octubre de 2005 | Publicado en edición impresa
Teatro
Por Ernesto Schoo | LA NACION
Hace muchos años escribí, en una de las publicaciones en que he trabajado, algo así como: "¿Quién dirá de la luz que irradiaba Delia Garcés cuando entraba, los sábados al mediodía, en las galerías de arte de la calle Florida?". El tiempo pasó y hoy me toca a mí decirlo. El pasado jueves 13, Delia hubiera cumplido 86 años: nació en 1919 y murió el 7 de noviembre de 2001.
Aunque el cine le dio fama y popularidad, e irradió su encanto sobre multitudes, el gran amor de Delia fue el teatro. "El teatro fue mi gran vocación", proclamó más de una vez. Como muchos de sus colegas y contemporáneos, estudió en el conservatorio Labardén y luego en el Nacional. Cunill Cabanellas, su maestro, le dio un pequeño papel en "Locos de verano", cuando se inauguró la Comedia Nacional, en el Cervantes. Esto era en 1936 y al año siguiente la futura estrella enfrentaba las cámaras por primera vez, en "¡Segundos afuera!", un film de Chas de Cruz. También en 1937 la crítica destacó su breve intervención en "Viento Norte", de Mario Soffici: era una de las dos muchachitas de la historia (la otra era Malisa Zini), y su fresca, delicada belleza criolla no pasó inadvertida.
La belleza era auténtica, pero tan sólo uno de sus atributos: Delia Garcés fue una criatura de luz. Se daba en ella esa rara conjunción entre refinada sensualidad y honda espiritualidad, que a la vez atrae y perturba porque encierra un misterio. Encantaba con un mínimo gesto, una leve sonrisa, un atisbo de picardía en sus grandes ojos negros, un imaginativo, muy personal sentido del humor, una infalible cortesía para nada convencional. Por eso pudo ser -en la mejor interpretación de su vida, y la última- una incomparable Liuba Andreievna en "El jardín de los cerezos", dirigida en el San Martín por Jorge Petraglia, en 1966. Ninguna otra actriz argentina logró ser, como ella, la heroína perfecta para la obra de Chejov: seductora, algo infantil, levemente perversa, frívola y tierna, herida en lo más hondo por una angustia que su elegancia esencial no le permite revelar a los demás, salvo en un instante de debilidad.
Guiada casi siempre por su marido, el director Alberto de Zavalía, aparte de numerosas películas hizo muchas temporadas de teatro: en 1946, en el Odeón, "La eterna ninfa" (un papel que en cine hizo Joan Fontaine); en 1948, "El otro yo de Marcela", un éxito que, llevado al cine, la afianzó definitivamente como actriz de comedia; "Living-room", de Graham Greene, 1957; "Ondina" de Giraudoux, 1957-59; "No es cordero, que es cordera", adaptación por León Felipe de "Noche de Reyes", de Shakespeare (1958); "Santa Juana", de Shaw (1963). En escena, el encanto y el temperamento superaban la debilidad de la voz, una voz curiosamente desprovista de aire, como aplanada.
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A los 51 años se retiró de la actuación y comenzó a pasar temporadas cada vez más largas en la estancia de los Zavalía, en Santa Fe. Su proverbial elegancia (la habían vestido los diseñadores más famosos, desde Fridl Loos en Buenos Aires, que le creó un estilo, hasta Dior y Balmain en París, fascinados por su porte y su gracia) derivó en una extremada sencillez; el pelo blanco acentuó la espiritualidad de su rostro admirable. La vi por última vez pocos meses antes de su muerte, en el Colón. Al entrar, la encontré en mitad de la gran escalera, recostada en la baranda de mármol, riéndose; vestía pantalones, una blusa, un cárdigan de lana. "¿De qué se ríe tanto?", le pregunté. "Es que hace un rato -me contestó, siempre agitada por la risa-, una señora más o menos de mi edad, que subía con dificultad la escalera, me increpó: «¡A ver, chica, hágase a un lado, déjeme pasar!». ¿Se da cuenta? ¡Decirme chica, a mí, que tal vez soy mayor que ella!". Y era verdad: parecía, pareció siempre, una muchacha. La eterna ninfa.
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