domingo, 22 de diciembre de 2013

Procesos y metáforas de un teatro singular

22.12.2013 | La máquina idiota, de Ricardo Bartís

El nuevo espectáculo de Ricardo Bartís figura entre lo más relevante del año teatral. Hipótesis sobre por qué La máquina idiota es una obra excepcional.

Por: 
Jorge Dubatti


En la rica temporada teatral 2013, el estreno de La máquina idiota, de Ricardo Bartís, ha sido sin duda uno de los grandes acontecimientos. El hecho reafirma la relevancia de este creador notable -el de Postales argentinas, El pecado que no se puede nombrar, La pesca- en la historia del teatro nacional. 

Durante dos meses y medio de presentaciones, siempre a sala llena –tres funciones semanales, en el Sportivo Teatral, Thames 1426, sin prensa ni aparición en la cartelera de los diarios-, La máquina idiota se convirtió en un espectáculo de culto, y felizmente para los muchos que no pudieron verlo, regresará en marzo de 2014. Lo hará con los mismos excelentes actores: Fabián Carrasco, Facundo Cardosi, Flor Dyszel, Gustavo Sacconi, Hernán Melazzi, Dana Basso, Luciana Lamoglia, Mariano González, Matías Scarvaci, Martín Kahan, Nicolás Goldschmidt, Lucía Rosso, Pablo Navarro, Rosario Alfaro, Darío Levy, Sebastián Mogordoy y Sol Titiunik.

Más de una vez hemos señalado que Bartís es el gran referente internacional del teatro argentino por la calidad de su teatro, por su trayectoria -en 2013 se cumplieron 25 años de la primera  presentación de Postales argentinas- y por su estilo único. Frente a La máquina idiota, su nueva creación, es oportuno preguntarse qué tiene su teatro que lo hace tan singular. Sin afán de explicar el “misterio” que está en la raíz misma de todo acontecimiento teatral excepcional –y de toda obra de arte-, podemos esbozar algunas hipótesis. Quedémonos, por razones de espacio, con tres. 

Primera: el teatro de Bartís es único por sus procesos de producción. En el resultado escénico de La máquina idiota se inscribe, como parte esencial de su poética, el trabajo de investigación, búsqueda y experimentación, organizado por una ética rigurosa. 

Dos años de ensayos; estructura cooperativa al margen de toda expectativa de lucro, en la tradición del teatro independiente; descubrimiento  y desarrollo del campo propositivo poético original de cada actor, de acuerdo con el llamado “teatro de estados”; transformación del grupo en un territorio de subjetividad alternativa, en una micropolítica de resistencia que entra en fricción con los órdenes macropolíticos y las reglas de la vida cotidiana; escritura escénica, desde los cuerpos de los actores, el tiempo y el espacio, en radical oposición a la representación de un texto previo, escritura escénica a partir de las formas y los núcleos de sentido que se van desplegando en los ensayos, sin forzar resoluciones ni mensajes; horizontalidad del elenco -que en este caso es muy numeroso, 17 actores- en clara confrontación con las formas de divismo y proletarización de los elencos con primeras figuras; producción permanente, durante los procesos, de un pensamiento filosófico, político, social, estético, en el que el teatro asume su diferencia respecto del funcionamiento de la teatralidad en la sociedad, la política, el mercado y la comunicación, en la Argentina y el mundo; el teatro como una vía de anclaje en el pasado, percepción y reconocimiento del presente y visión oracular del futuro.

Segunda: el teatro de Bartís es único porque, de semejantes procesos de investigación, surge un mundo imaginario que siempre sorprende por su originalidad, pero en el que a su vez siempre es posible reconocer constantes, obsesiones, invariantes con los espectáculos anteriores. En La máquina idiota, a la par que se cuenta una historia central, se despliega un mundo prolífico de historias, muchas de ellas apenas sugeridas a los espectadores. 

En el anexo del Panteón de Actores del cementerio de la Chacarita, un grupo de actores muertos –actores menores, de tercera o cuarta línea, pero que se creen más de lo que son o fueron- se disponen a ensayar una obra, Hamlet, para representarla en los “festejos de octubre” (¿del 17 de octubre, de la Revolución Rusa?). Todo el tiempo intentan oír qué hacen del otro lado de la pared, en el Panteón principal, los grandes actores muertos, quienes también, supuestamente, ensayan. 

Mientras esperan la llegada de los libretos, están en comunicación con la Asociación Argentina de Actores y se cruzan con dos personajes vivos: un mozo de un bar cercano y el camionero que manda la Asociación con los textos de Hamlet y el vestuario. Como no podía ser de otra manera, aparece Perón –la acción transcurre hacia 1954- a través de un discurso que los muertos escuchan en una vieja radio. En su mensaje público, Perón grita “¡Viva el teatro!”. 

Mientras discuten sobre actuación y otros problemas de arte escénica, los actores muertos repiten los mecanismos burocráticos del mundo en que vivieron: tienen que tener el carnet al día, hacen filas, se ajustan a estatutos y reglamentos. Por un dato que les da el camionero, descubren que ya es diciembre y que no participarán en los “festejos de octubre” porque ya han pasado.

Tercera: el teatro de Bartís es único porque las situaciones de ese mundo encarnan, siempre de manera oblicua, indirecta, implícita, como “golpes a la conciencia”, como “ecos”, diversas y grandes metáforas profundamente significativas para la vida nacional. Detengámonos en algunas de ellas, sumariamente, aunque merecerían desarrollo pormenorizado. 

¿Por qué se trata de una historia de actores muertos? ¿Qué implica la metáfora de los muertos en La máquina idiota? La muerte es una de  las grandes obsesiones del teatro de Bartís y, sin duda, tiene que ver con la historia de la Argentina y el quiebre incalculable que produce la dictadura. En 1988, en Postales argentinas, a cinco años de recuperación de la democracia, Bartís cuenta la historia de la muerte de la Argentina, la historia de Héctor Girardi, el último argentino. Con el accionar horroroso de la dictadura –parece decir la metáfora bartisiana-, la Argentina ha muerto, y después de ese quiebre ya nada será igual. La muerte se asimila a la degradación y a la carencia de mitos, que no se han renovado: la expectativa de futuro está puesta en las míticas del pasado (los “festejos de octubre”). 

La máquina idiota comparte con Hamlet o la guerra de los teatros (1991) la preocupación por la muerte del padre y la orfandad del hijo: en su versión de la tragedia, Bartís hacía que Hamlet empujara todo el tiempo en escena una camilla con el cuerpo de su padre muerto. Como La Piñata en El box (2010), los actores muertos convocan a una reunión a la que nadie vendrá. Como las tres mujeres de Donde más duele (2002), los actores siguen hablando de un mundo que ya no existe. Muerta la creencia en Dios, muerta la expectativa de revolución, los muertos se aferran al orden de la burocracia, la “máquina idiota” que genera la ilusión de que algo acontece, cuando en realidad el tiempo se ha suspendido y el sentido ha quedado lejos en el pasado. 

Una metáfora que invita a reflexionar sobre las consecuencias  de la dictadura en la democracia postdictatorial, y que fundamentalmente propone una herramienta de catarsis, de exorcismo, de cura. En el teatro de Bartís las metáforas de la muerte se enuncian desde una pasión creadora catártica, que afirma y sana la vida nacional.  « 


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