miércoles, 1 de agosto de 2012

Una idea que es multitud


"En las multitudes" en Sala Tacec

Por Cintia Kemelmajer

-Hola. ¿Estás con tu novia?

-No.

-¿Estás solo?

-Sí.

(beso apasionado)

El diálogo que poco tiene que ver con Shakespeare ocurre en una de las concurridas funciones en el Tacec. Sobre el escenario, veinticuatro actores –doce mujeres, doce varones- sostienen la escena a oscuras señalándose con linternas que los iluminan tenuemente. El puntapié lo dan un actor de cada grupo y el resto replica la intención, la acción y la intensidad. El minimalismo de un diálogo común y corriente toma dinamismo con la amplificación que le da el marco multitudinario en la que se desarrolla la escena. Esa es su clave: contar una historia sencilla y común acompañando cada gesto con un batallón por detrás que multiplica los sentidos unívocos. Al verla en escena, todo decanta en una verdad: lejos de ser multitudes, las buenas ideas que trascienden lo conocido y rompen con lo establecido ocurren una en un millón, una en ciento veinte, una en una generación de Duchamps; ésta, que se le ocurrió a Federico León.

La obra de este joven director rompe con la teatralidad conocida multiplicando sentidos de una historia mínima a través de la multitud de actores. Monta una mega producción minimalista: son ciento veinte actores pero que no se turnarán para bailar, cantar, desplazarse por el espacio escénico habitando distintos lugares, sino que se agruparán para encarnar a seis personas entre los ciento veinte. Se fusionarán, serán uno en su totalidad. Ese es el mérito.

El argumento de “Multitudes”, que vale mucho menos que la apuesta visual de ciento veinte actores contándola, retrata el sentimiento de desamor desde el lugar más común. Lo construye con diálogos cortos que bien podrían haber sido sacados de Verano del ´98. Lo que se dice no importa tanto más que para recrear una escena entretenida y con guiños humorísticos que se muestra a través de la multitud de estereotipos retratados: doce adolescentes mujeres y otros doce varones, doce abuelas, doce madres, doce padres, doce músicos que harán las veces de seductores.

Un solo personaje rompe con la linealidad de las multitudes protagonistas: un niño de no más de nueve años que aparece en pasajes claves para dirigir la historia hacia la convención más acertada, que se mofa de las reacciones infantiles, valga la paradoja, de los protagonistas de los enredos amorosos: que la tiene re-clara. Pareciera ser como el ying y el yang en escena: no importa el volumen y el tamaño de la “masa”, un pequeño iluminado puede contrarrestar la fuerza y torcer el destino de esos cientos de almas. También una idea de Dios, quizás.

La obra tiene grandes momentos que, vistos en lo colectivo, contagian de una energía difícil de lograr si fuera emanada de sólo un puñado de actores: el recital de “los músicos”, las danzas circulares que realizan “las mujeres”, la fiesta electrónica del final. Los arquetipos puestos al servicio de un sentir común que trasciende el escenario y llega a la platea, que se identifica, que querría sumarse, porque seguro ya estuvo en esos lugares en su vida cotidiana.

Siendo fiel a su nombre, la puesta de Federico León puede tener multitud de interpretaciones posibles. Puede bien ser un ensayo sobre el estereotipo de los encuentros amorosos –el chico que se enamora de la chica que está enamorada del músico, el gran cliché del artista que conquista por estar arriba del escenario-. Puede ser, quizás, una gran ironía sobre los comportamientos en masa, la repetición de la tendencia de los líderes, la falta de autonomía de vuelo para desempeñarse en la vida misma. Puede ser una reflexión sobre la universalidad y los lugares comunes que todos transitamos en la búsqueda del amor, sobre la digitación de un destino que se torna un juego de espejos en los que todos nos reflejamos en la incompletud. Puede sonar a evocación de la tela de araña que a todos nos incluye en cuanto a nuestras relaciones sociales, que tan claramente están expuestas en la terapia de estos tiempos, las constelaciones familiares que descubren el peso de los sistemas colectivos.

Encuentros y desencuentros, personajes que se identifican y necesitan de la masa y que se desmarcan y trazan su propia historia, que a la vez interfiere en la de todos los demás. El amor como centro de un conflicto que los atraviesa a todos y a todas las edades, los contextos, las etapas de la vida, las mayorías numéricas. Todo multitudinario salvo la llave de la historia, el kit, la base (que sin dudas está) que aporta Federico León: la mágica esencia de una buena idea.

Fuente: https://sites.google.com/site/laculturosa/ver-ms-175

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