Diario El Mundo, 27 de diciembre de 1928
Cada vez que a un vago amigo le he preguntado dónde trabajaba, me contestó:
—Tengo un empleo en La Plata.
Y tan frecuentemente he recibido esta contestación que llegué a formarme la idea de que la benemérita ciudad de La Plata era algo así como el vaciadero de toda la atorrancia porteña, el paraíso de los “fiacunes” que necesitan justificar un medio de vida. Ayer, después de arduas cavilaciones, resolví hacer un paseo hasta la ciudad ignota y desconocida.
Como es natural, en la estación no me esperaba ni una banda de música ni una comisión de vecinos distinguidos, por lo que pude inspeccionar la ciudad a mi antojo y sabor, es decir, darme cuenta con mis propios ojos de lo que, sin tratar de parecermea los viajeros distinguidos, llamaré “magnífica ciudad”. Y lo es sin vueltas.
El paraíso de los vagos
¿Cómo iniciaré el elogio de esta ciudad? ¿La llamaré la preferida de Dios, la elegida del Señor, el refugio de la Sulamita (hay muchas y estupendas), el jardín de la “fiaca”? ¿Cómo iniciaré el elogio de esta ciudad magnífica, amplia, limpia, arbolada, soleada, asfaltada, sin mujeres feas, con edificios maravillosos, con tranvías que paran en mitad de la calle, con agentes que bien podrían ser caballeros y que lo son por los modales? ¿Cómo elogiaré esta ciudad de cafés con mozos cordiales, con gente que camina sin apuro, con comerciantes que se recrean leyendo los letreros de sus comercios, con plazas sin atorrantes, con calles sin ómnibus ni autos colectivos —¡gracias al diablo!—, con árboles por donde se mire y con mujeres tan lindas que se piensa que a las feas las tienen secuestradas bajo siete candados para que no estropeen la armonía de ese paisaje que lo constituye el todo y las partes de este inefable paraíso de silencio?
¡Silencio, sol, árboles! Insisto: La Plata es el paraíso de los vagos, el templo de los enfermos de actividad, el gran específico para los neurasténicos, la tabla de salvación de los “esquenunes”. La Plata es la tierra de promisión de todos los que sueñan con una vida de espaldas al sol.
Me he quedado encantado con esta ciudad. Alguien me dice que es una ciudad de estudiantes... ¡Puede ser! Yo no he visto estudiantes en ninguna parte, sino gente pacífica, tranquila, que en los cafés hace rueda desde temprano, como si su ocupación fuera balconear la vida y a los pájaros que picotean sus sombras en las veredas.
El espectáculo
Le inquiero al boletero del tranvía la dirección de una calle, e inmediatamente un bombero, una señora anciana, un caballero mulato, el motorman, un cabo de vigilantes y un vigilante, espontáneamente, se ofrecen a darme cuanto dato pido.
Me quedo asombrado al comparar, instintivamente, la grosería porteña con la amabilidad de esta gente.
¿De dónde ha sacado la compañía de tranvías de La Plata personal tan adecuado? Yo no lo sé ni puedo explicármelo. ¡Si casi le piden disculpas a uno por cobrarle el boleto! El tranvía para a mitad de cuadra, para dejar subir a una anciana que desde la distancia se agita como semáforo. Yo miro en rededor y un caballero anciano también, de barbas plateadas, me dice, con un orgullo que me explico ampliamente:
—Aquí, señor, no han podido prosperar los ómnibus.
—Ni prosperarán —dice otro que parece ser un ‘ave negra’ cordial y espontánea.
Yo me agarro la cabeza. ¿Será posible encontrar gente tan civilizada, tan culta, a sesenta minutos de la Capital?
Entro a un almacén y pido hablar por teléfono. El hombre almacenero me busca la dirección en la guía.
Salgo y recorro las calles.
Una limpieza especial, una limpieza de casa holandesa prima en todas partes.
Los comerciantes estudian astronomía desde sus mostradores. Otros se pasean con las manos atrás, frente a los letreros de sus tiendas y miran a los letreros como si los letreros tuvieran santas leyendas. El sol cae abundante y beneficioso sobre sus amplias espaldas. El silencio llueve sobre las plazas adornadas como para un día de fiesta. No se ven atorrantes ni para remedio.
Cafés y vigilantes
Los cafés están repletos de gente que hace filosofía al margen de una tacita de achicoria. Los mozos parecen correr a todo el mundo, porque veo que la gente se levanta de las mesas sin pagar y, en vez de ocurrir una tragedia como ocurriría en esta ciudad de filisteos, el mozo exclama:
—¡Hasta luego, don Joaquín! o ¡Hasta luego, noy!
Y eso es todo.
Tigero, el compañero Tigero que me acompaña en esta excursión, me dice:
—Fíjese en el vigilante que ha parado a aquel automóvil.
Yo me fijo y veo que el agente está procediendo por una infracción del chauffeur.
El “crosta” menea el brazo y el bastón; la gente mira y trata de recoger las voces de aquel sermón larguísimo y, al final, el infractor se va. El agente no le ha hecho ninguna boleta. Se ha limitado a darle una lección de buena crianza. Yo miro en rededor y le digo a Tigero:
—Pero en esta ciudad no se ven mujeres feas.
—Las mujeres de La Plata son las más lindas del mundo —me contesta éste.
Y yo juro que eso es cierto. He estado desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde en esta ciudad de silencio, de sol, de belleza y de vagancia, he visto a 358 mujeres, de las cuales 258 son lindísimas, 60 regulares y el resto como para hacerle perder la cabeza a cualquiera.
Y yo he pensado:
—Si me tocase la lotería o un empleo fácil y sustancioso, me vendría a vivir a La Plata. Mi espíritu se regocijaría ante el panorama que contemplarían mis ojos, y éstos estarían de garufa corrida, pues, cuando no mirasen el cielo, que es lindo y azul, mirarían a las mujeres ¡que son más lindas todavía!
Aguafuertes bonaerenses
Los cuentos, ensayos y novelas de Roberto Arlt son clásicos ineludibles de nuestra literatura. Pero también las famosas columnas que escribió para el diario El Mundo, y que lo acompañaron a lo largo de toda su carrera y en varios de sus viajes, son una parada obligada. El autor desarrolla en ellas el retrato de costumbres, la sátira social, la crítica cultural y la simple contemplación poética de escenas, paisajes y personas. Estas Aguafuertes bonaerenses nos acercan a varios pueblos y ciudades de nuestra provincia a través de la mirada perspicaz de Roberto Arlt, sea desde el deleite poético, la denuncia social o la lectura socarrona. El libro recorre un arco temporal que inicia en 1927 y culmina en 1941, abarcando desde el delta del Paraná hasta la ciudad de Patagones, pasando por Luján, La Plata, Azul, Mar del Plata, Bahía Blanca y Sierra de la Ventana, así como por varios de los pueblos que terminaron conformando el conurbano bonaerense.
Fuente: https://edicionesbonaerenses.sg.gba.gob.ar