viernes, 9 de noviembre de 2001

Delia Garcés: Menuda, esbelta y de conducta rigurosa

Viernes 09 de noviembre de 2001 | Publicado en edición impresa

Por Ernesto Schoo | LA NACION

Entre sus muchos papeles en el teatro, Delia Garcés interpretó a la Cleopatra juvenil de Bernard Shaw. Bien cabe aplicarle a ella lo que Shakespeare dijo de la reina egipcia: "El tiempo no puede marchitarla". Porque hasta sus altos años, hasta ayer, Delia conservó la figura y el encanto perenne de la juventud. Menuda, esbelta, el hablar suave, la serenidad del trato invariablemente cordial, la sosegada apariencia, eran la envoltura de una sólida voluntad y de una conducta rigurosa, tanto en su profesión como en la vida de todos los días.

Parecía frágil y no lo era, en absoluto. Si al comienzo fue la imagen de la típica paisanita (¿quién que la vio entonces ha podido olvidar su primera aparición en "Viento norte"?), como arrancada de una litografía de Palliére, y debió atravesar la inevitable etapa de las ingenuas en la pantalla argentina de los años cuarenta, aspiró a mucho más, y lo consiguió: ser una actriz. No sólo en el cine -donde su talento culmina en dos films muy distintos, que le exigieron trabajar en registros opuestos: "La dama duende", dirigida por Luis Saslavsky, y "Casa de muñecas", dirigida por Ernesto Arancibia-, sino también, y sobre todo, en esa prueba de fuego que es el escenario. Un físico privilegiado, de adolescente sin tiempo, y una sensibilidad poética fuera de lo común le permitieron abordar en teatro personajes tan variados, entre otros, como "La eterna ninfa", "Ondina", "Santa Juana", la Perichola de "La carroza del Santísimo Sacramento", la perturbada institutriz de "Otra vuelta de tuerca", la traviesa muchacha capaz de cantar y bailar en "El otro yo de Marcela".

Pero su máxima creación escénica, verdaderamente antológica, fue, sin duda, la atolondrada y patética Liuba Andreievna de "El jardín de los cerezos", de Chejov, dirigida por Jorge Petraglia en el San Martín, en 1966. Delia Garcés desplegó allí toda la refinada gracia que era su característica, con un toque de leve malicia irónica y la perfecta expresión de ese sentimiento de ruina inminente y de total impotencia para conjurarla que son la respiración misma del personaje. Parecía un ave magnífica -un cisne- que, aun herida en el ala, se encaminara a su fin con indeclinable elegancia.

Fueron esas condiciones las que entrevió Alberto de Zavalía, hombre culto y refinado, artista exigente, cuando a poco de comenzar Delia su carrera cinematográfica la convirtió en su actriz favorita, y en su mujer ("Veinte años y una noche", "La vida de Carlos Gardel" y esa joya desdeñada en su momento y casi olvidada hoy, "Malambo", tan adelantada a su tiempo, una de las mayores contribuciones argentinas al cine de arte). Juntos recorrieron gran parte de la trayectoria esbozada en estas líneas, juntos capearon difíciles años de exilio, juntos dejaron la actividad profesional. Pero nunca perdieron contacto con las más altas y las más originales expresiones de la cultura, ya fuere en el teatro, la plástica, la música, las letras. Ya viuda, Delia era infaltable en conciertos, exposiciones de pintura, presentaciones de libros, veladas de estreno.

Invariablemente discreta, sobria, con un maravilloso sentido del humor y de la ironía, Delia fue gran señora en todo momento sin dejar de ser, al mismo tiempo, la eterna muchacha que se divertía con los contrastes tragicómicos de la vida. Hace poco, semanas apenas, quien firma estas líneas se la encontró en la escalera principal del Colón, antes de entrar en la sala, con la sonrisa de quien se divierte y necesita contar por qué. Ella estaba, como siempre, muy sencillamente vestida, con pantalones, una blusa y un saco tejido, reluciente y esponjado el pelo blanco que destacaba más la frescura de su cara. Y contó que una señora -"mayor que yo, imagínese"-, que trabajosamente subía, en forma imperiosa le había ordenado, viéndola recostada contra la baranda y distraída: "A ver, chica, hágase a un lado que tengo que pasar". Y se reía Delia, con ganas.

El crítico francés André Chastel, entrevistado por Edgardo Cozarinsky en un film documental, cuando le preguntan qué es una obra de arte, contesta: "Un instante de felicidad". A Delia Garcés debemos agradecerle el regalo de muchos de esos instantes. Más: ella misma era, en su persona, en su trato, en su delicadeza de espíritu, una obra de arte. Una forma singular, acaso difícilmente repetible en estos tiempos, de la felicidad. 

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